sábado, 9 de junio de 2012

Antes de ir a una Marcha

Las marchas a mediados del 2012 están cobrando fuerza, convirtiéndose en el motor de los movimientos que exclaman: "demandas sociales".

 ANTES DE IR A UNA MARCHA Primero que nada, tienes que pensar muy bien ¿por qué quieres ir a la marcha?, debes conocer los objetivos o los fines de ésta; porque no se vale ir sólo para echar relajo o sin estar enterado de por qué se da, pues esto luego resulta contraproducente para los "movimientos sociales".
 Después, infórmate sobre los puntos de reunión, localiza los metros más cercanos, puntos de referencia y las horas en donde se reunirán.
Ya que estás seguro de que quieres asistir al movimiento, con anticipación elabora carteles o pancartas con mensajes cortos y claros, pueden ser: propuestas, frases en contra o a favor de algo o simplemente con tu opinión, trata siempre que tengan que ver con el tema que trata movimiento en el que vas a participar.

 Ya que tengas tus carteles (en cartulina o en cualquier papel), recomiendo que peguen detrás de ellos una base de palitos de madera en forma de cruz [como la base de un papalote] y un palo grande en la mitad vertical hacia abajo como estandarte para que sea más fácil sostenerlo de ahí y con el viento no se rompa.

 Si vas llevar agua, papel, cámara etc, te recomiendo que lleves en lugar de bolsa o morral, una mochila de dos azas (por aquello que tengas que correr), son más cómodas y seguras, también lléva ropa cómoda y calzado deportivo; siempre trae a la mano boletos del metro o cambio para subirte a un camión, celular con crédito y una identificación oficial. Si vas acompañado, es recomendable que no te separes (establecer un punto de reunion por cualquier eventualidad), lleva el número de celular de tus acompañantes. Siempre ten en cuenta las diferentes opciones para regresar a casa (porque luego cierran los metros), avisa en tu casa o a un amigo o familiar que vas a estar en dicho movimiento.

 QUE NO HAY QUE HACER ESTANDO EN UNA MARCHA Por favor, no rompan ni destruyan establecimientos o hagan pintas en lugares públicos, pues esto genera descontento ante la sociedad y es por ello que a la gente no le gustan estos movimientos.

 Tampoco se vale llevar bebidas alcohólicas, pues las marchas son de carácter serio, no se vale solo ir a echar desmadre (mal plan a la multitud), recuerda las marchas son para beneficio, no para perjudicar.

 QUE SÍ HACER Invita a tus amigos, vecinos a que participen, concientiza a la gente de tu comunidad, Todos podemos participar en el cambio, recuerda:
 “¡La gente consciente se une al contingente!” 

 

miércoles, 6 de junio de 2012

EL FINAL DE UNA ERA


El martes pasado los celtics lograron una victoria milagrosa en calidad de visitantes en Miami, ponen la serie en un 3-2 con un partido por jugarse hoy mismo en el Td Garden, pareciera que todo está a favor de Pierce y compañía. No lo veo así.   

Es evidente que el big three está jugando tiempos extras. Es muy cierto que Pierce, KG y Ray Allen, pasando todos los 33 años de edad, pueden tener noches de plenitud y virtuosismo jugando al baloncesto, tal como lo fueron el juego 5 y 6 de esta serie con Miami, pero no pueden mantener ese nivel de juego por series completas, como hace 4 años cuando lograron ganar el anillo de campeonato.

Es muy probable que en unas horas ganen el sexto partido y pasen a la final, es más, quizás puedan maniatar a esa furiosa marea que es el Thunder, pero el ocaso esta a la vuelta de la esquina y comienza el 30 de Octubre cuando la temporada 2012-2013 inicie.

No tendría nada de particular, en la nba es común que se terminen ciclos de equipos exitosos, un buen día esos Kings de Webber se desintegraron, Aquellos Pacers de Miller se extinguieron al mismo tiempo que el combustible en las piernas de Reggie se agotaba y hasta ese dúo dinámico cuasi perfecto de Kobe-Shaq llego a su fin, sin embargo, este ocaso marca el fin de una era que acompañe de principio a fin.

Paul Pierce, Kevin Garnett, Ray Allen (y hace unas cuantas horas Tim Duncan), hace casi 15 años iniciaban sus carreras como novatos al tiempo en que muchos (incluyéndome a mi) tomábamos conciencia de lo que significaba la NBA.

Vimos el Cenit del segundo tricampeonato de los toros, nos toco ver el épico regreso de Air Jordan solo para mostrarnos lo que es un juego de fundamentos, vimos nacer nuevas dinastías como los Lakers de Phil Jackson, los Spurs de Robinson (que paulatinamente cedió la estafeta a Duncan), la reedición de los Bad Boys de Detroit, y un equipo frenético en el ataque como los Mavericks.

En el plano individual vimos en plenitud a jugadores que se convirtieron en nuestros ídolos, un joven Allen Iverson que era capaz de retar en un uno a uno a su majestad, un joven Vince Carter desafiar los aires como algún día lo había hecho Dominique Wilkins, un muchacho salido directamente de la prepa para dominar el juego en prácticamente todas las posiciones como lo ha hecho Garnett (ya solo le faltaba jugar de pívot y esta temporada lo ha hecho, si... aunque no lo crean, varias veces en Minnesota KG se encargaba de subir el balón), un muchacho serio y con cara totalmente inexpresiva como Duncan que de los fundamentos en el juego ha hecho su bandera, un jugador totalmente imparable como el Shaq y un adolescente que llego a Charlotte y que aun en nuestros días sigue siendo una maquina anotadora en el Staples Center, entre muchos otros.

Pareciera un reclamo de un viejo melancólico hablando de tiempos pasados, pero es muy cierto, hace unos meses un amigo me decía que ya no seguía la liga porque ya no conoce a nadie, me pregunto si Gary Payton seguía en activo, es evidente que para quien no ha seguido la nba los últimos 5 años se encuentra ante un mundo diferente en el que los Durant, los James, los Howard y los Rose dominan el firmamento y además la mitad de ellos no pasan de los 24 años y en consecuencia, dominaran la liga al menos por otros 8 años.

Poco a poco los Kidd, los Nash, los Garnett, los Carter y los Mc Grady, están pasando a jugar los minutos basura, a permanecer más tiempo en la banca que en la duela, para dar paso a los Griffin, Westbrook, Paul, Bosh y demás que pasan a tomar esos lugares dentro de la elite de la liga.

Al menos la despedida de este ciclo aun alcanzo para una jugada de gran prestigio y renombre, ese triple que Paul Pierce convirtió en la victoria del martes pasado en la cara de “King James” deja en claro que la arrogancia y aire de superioridad del segundo nunca podrá dejarlo estar al nivel en el que la mercadotecnia y los medios lo han colocado.

Algún día leí que Jordan explicaba porque nunca Barkley pudo ganar un campeonato, a pesar de ser un jugador sumamente talentoso y aun y cuando a lo largo de su carrera logro estar en equipos de gran capacidad como Philadelphia, Phoenix y Houston. El problema de Charles es él mismo, nunca dejo su ego a un lado para bien del equipo, por eso nunca gano nada, Lebron me recuerda a Barkley, obstinado y egoísta, preocupado por sus estadísticas personales, y derrotado no por sus adversarios, si no por su soberbia que no le permite aceptar cuando es vencido y mucho menos reconocer sus errores.

Así pues la nueva era esta aquí, Pierce, Allen, Kg, Duncan, Kidd y Nash son agentes libres, los tres primeros tal vez renueven por el mínimo con Boston, Duncan y Kidd de igual manera con sus respectivos equipos y Nash muy seguramente saldrá al mercado en busca de su último intento por ganar un campeonato, contemplemos con gusto sus últimos minutos en la duela y observemos a los jóvenes valores que ya el día de hoy dominan la mejor liga de baloncesto del mundo.

martes, 5 de junio de 2012

Los Hombres en el pantano.





Chachareando en el D.F. uno se puede encontrar libros interesantes, en esta expedición me encontré con Dormir en tierra (libro de cuentos) de José Revueltas. Otro escritor olvidado, quizá por sus tendencias políticas, sus múltiples visitas a la cárcel, su forma desgarradora de plantear temas para una sociedad aún mocha o de doble moral; sin embargo, cuando el talento como escritor sobresale, por más que quieran "apandear" su obra, ésta llegará a las generaciones venideras.
En el siguiente cuento Revueltas nos sitúa en un estado de incertidumbre y desesperación al borde la locura, donde se podría decir: es mejor que lloren en casa ajena. Muestra así lo ruin del ser "humano" en unas cuantas páginas. 




 
 
Los hombres en el pantano
La cuestión era escuchar algo vivo, y todos esperaban que este anhelado acontecimiento se produjera una vez más, de cualquier modo y como fuese, después de las dos ocasiones, ya tan lejanas al parecer, en que había ocurrido y en que esto los hizo respirar con un alivio cínico, puro y ruin, ahí metidos como estaban, con el agua cenagosa hasta el pecho.
Tres insoportables días de infierno, de silencio enloquecedor, las dos patrullas enemigas una frente de la otra, absolutamente nada más vigilándose, pero con una vigilancia ciega, que no disponía sino tan sólo de los ruidos para orientar el fuego de sus armas en medio del espeso manglar.
La primera ocasión fue cuando el cabo Frank Robles, de Arizona, comenzó a chillar como un estúpido y en seguida una ráfaga de plomo japonés lo hizo callar para siempre. La segunda fue en el otro extremo del pantano --a muy corta distancia y también durante el primer día--, entre los juncos donde estaba el enemigo: alguien que no pudo reprimir un acceso d tos, por lo visto alguien delicado de salud y susceptible a los resfriados, de los que, después de esto, ya no tendría oportunidad de contraer jamás ningún otro. Los dos hombres habían lanzado al morir un alarido espantoso --el de Arizona y el japonés a su turno respectivo--, un alarido que pareció reconfortar, tonificar de igual manera a los dos bandos, en aquella lucha de silencios, de inmovilidad absoluta, que era peor que cualquier otra cosa del mundo.
Se trataba únicamente de oírse, de oírse nada más, y no importaba que el grito representara una baja japonesa o norteamericana, sino que todos supieran, mediante ese grito, mediante esa muerte, que cada uno de ellos no estaba solo ni muerto sobre la superficie de la tierra.
Tres días sin moverse, torturados por el hambre y el frío, sin que ninguno pudiera saber en qué lugar se encontraría su compañero más próximo, ni el enemigo, cada quien a solas, a solas con su vida y su cuerpo, sin nadie, cada quien con la conciencia de su propia soledad, cada quien víctima de la desvinculación, una desvinculación definitiva, total, envueltos en aquello sin sentido, sin lógica, que ya era algo más que la guerra, algo que estaba más allá de la guerra, y que sin embargo era la guerra, y era la sociedad, y eran los hombres, sólo que todo ello visto hasta lo más desnudo del ser, hasta lo más exacto de su desnudez.
De pronto se dieron cuenta de que el prodigio iba a repetirse. Sucedió que del lado americano --americano aunque todos ellos eran mexicanos de Texas, Nuevo México y California, unos veinte hombres en números redondos--, algún imprudente o loco se había movido, confiado tal vez en las sombras de la noche, agitando ruidosamente los juncos y produciendo un rumor asombrosamente claro, preciso, increíble ahí en el pantano, donde aquello significaba la muerte.
Los cuerpos se contrajeron bajo el efecto de una extraña perturbación enervante y ansiosa al escuchar el ruido extraordinario. Sabían lo que iba a ocurrir en seguida --la descarga del fusil automático del japonés, el aullido un tanto animal, pero no obstante humano, de su camarada, y tal vez lo que en el pantano hasta ese momento había sido improbable, una pequeña escaramuza, para volver de nuevo al silencio y la inmovilidad aterradores, por quién sabe cuánto tiempo más--, lo sabían perfectamente, pero saberlo no tenía importancia, puesto que ahí el carácter de los hechos era otro: los hechos no eran sino testimonios, un modo de vivir, un modo de atestiguarse cada uno a sí mismo con la muerte.
Joe Martínez pensó, después de conjeturar en las tinieblas la posible dirección del ruido, que bien podría tratarse del negro Smith, de Texas. «Con tal de que no sea Johnny», se dijo, pues Johnny también estaba en el pantano. Era su cuñado, un muchacho carpintero de Los Ángeles, que a la sazón debía tener dieciocho años. «Con tal de que no sea el pequeño Johnny». Recordó la alegre figura juvenil del muchacho cuando se gastaban juntos un montón de níqueles, durante la mañana entera de los domingos, para derribar aviones ficticios en los aparatos de juego de los establecimientos de Main Street. Hoy las cosas eran distintas, naturalmente.
Después del ruido sobrevino una amenazante, una abrumadora quietud, hasta que alguien, de tal manera próximo a Joe que éste pudo sentir el calor de su aliento, dijo en voz muy queda algo parecido a una frase como «¡hasta que por fin!», en que se notaba un singular descanso.
Del otro lado ya un japonés estaría tratando de orientar en las tinieblas su fusil-ametralladora, ya estaría moviéndose con la lentitud de un reloj de arena.
Joe clavó la punta de los pies en el fondo cenagoso de las aguas, del mismo modo como lo hacía de pequeño para ver, por encima de los hombros de alguien, un desfile militar en las calles de su pueblo, llamado Apaches, en Texas. Aun para él era una sensación dulce, feliz, la de saber que de un momento a otro aquello iba a producirse. «Esperen, no tarda», volvió a escucharse la misma voz quedísima. Las palabras permanecieron flotando en el aire negro de la noche. «Ahorita, en este minuto». Joe tuvo una duda inquietante. ¿No sería él mismo quien estaba hablando en voz alta sin darse cuenta? Se mordió los labios con fuerza, trémulo de ansiedad. No, desde luego, pues la voz ajena volvió a la carga. «¿Oíste eso, Joe? Esto va a ser muy distinto, va a resultar mejor de lo que imaginábamos. ¿Oíste bien, Joe? ¿Quieres jugarte una apuesta?» Joe no respondió. Sí, había escuchado el segundo ruido, el que vino después del crepitar de los juncos, un golpe disparejo, separado como en dos tiempos por una frágil intermitencia y, simultáneamente al golpe, apenas quizá un poco antes, aquella especie de grito inarticulado, ronco, igual que el gemido de un perro. Recordaba que en esa dirección le pareció ver por la mañana, pero de una manera demasiado fugaz para sentirse seguro, la figura del negro Smith.
La cuestión estaba clara: la forma indecisa del golpe y luego ese gemido como sin terminar, querían decir entonces --todos estaban seguros de que así era y experimentaban un íntimo regocijo indecible--, querían decir entonces que el japonés había fallado al primer intento; querían decir entonces que el japonés no quiso emplear su fusil automático; querían decir entonces que el ataque era con arma blanca. Con arma blanca, un hermoso cuchillo oriental o tal vez un legendario sable que habría pertenecido a alguno de los samuráis imperiales.
La lucha sería cuerpo a cuerpo, algo infinitamente más pujante, más intenso; en efecto, algo mejor de lo que esperaban: «¿Ahora, Joe, quieres cruzar la apuesta? Tú elige al nuestro, yo me quedo con el japonés. ¿Medio dólar?» Joe no quiso responder. Hacía esfuerzos por identificar esta voz que al mismo tiempo que lo trataba tan familiarmente le parecía de tal modo desconocida.
El negro Smith --bien, en caso de que se tratara realmente del negro Smith-- había lanzado eso que a Joe le pareció igual que el gemido de un perro, con la misma entonación de cualquier negro a quien sorprenden, digamos, en el momento de robar una caja de cerveza en alguna tienda del Downtown. O aunque no sea una caja de cerveza, sino lo que se quiera: de todos modos un gemido de negro acosado, desamparado, de negro perseguido y lleno de asombro. Se habría quedado dormido --esto es inevitable aquí, después de tanto tiempo sin dormir, pero hay que saber hacerlo como quien dice con un solo ojo--, y dormido fue cuando cometió la grandísima tontería de moverse, el muy bruto, y hacer ruido entre los juncos, para no despertar sino hasta que ya tenía encima al japonés. Entonces fue cuando se oyó esa cosa únicamente gutural, muy negra, muy de los negros que cantan con voz de bajo profundo, por lo que casi sin duda debía tratarse del negro Smith. Aquel gemido con seguridad estaba relacionado con su sueño; es decir, la irrupción del japonés debió ser parte del sueño, una culminación lógica del sueño, ya que en la realidad, como suele ocurrir cuando alguien sueña con un incendio y lo que pasa es que se durmió con el cigarro encendido y la almohada ha comenzado a quemarse y a lanzar humo.
Lo que habría soñado el negro Smith. Por ejemplo: viajaba en el autobús al que subiría para estar al abrigo del frío, esos autobuses de la Greyhound, con su clima artificial, calentito en invierno, y fresco en verano, ahí, instalado en la parte posterior donde deben sentarse los negros, muy calentito, pues aquí entre las aguas el frío era tremendo y un sueño así bien pudiera ser posible por fuerza del deseo. Pero tampoco en el autobús se sentía calor, sino l mismo hielo dentro de los huesos, hasta que un gigantesco gendarme golpeaba al pobre negro Smith con una macana, diciéndole que a ver si él lo haría entrar en calor a golpes, y era aquí cuando el negro Smith despertaba en el pantano ante la sombra del pequeño japonés que se le había echado encima. O quién sabe, ya que se pueden soñar muchas cosas, mil cosas distintas, aun en esos brevísimos segundos en que no es posible más y uno cierra los párpados, vencido, pero siempre para soñar escenas que de un modo o de otro tienen que ver con el pantano, con el fango, con los juncos, con los mosquitos, con los japoneses, con el hambre y el frío, como esos sueños de Joe siempre de frío, donde la marmita llena de ponche, a pesar de que deja escapar nubes de vapor mientras hierve sobre el fuego, en cuanto Joe la vierte en la taza sólo deja salir un líquido helado.
Al mismo tiempo Joe repasaba mentalmente, como paladeándolos, los ruidos que hasta ese momento se habían producido en el pantano: primero el crujir de los bejucos al peso de un cuerpo dormido que va cayendo con suavidad sobre ellos; después la extraña vocalización cavernosa del hombre a quien se despierta de súbito, y en seguida, aquel golpe partido en dos, aquel golpe que yerra, igual que el acorde, con una disonancia sólo perceptible para el virtuoso.
Sonreía. Hermoso, todo aquello. Ésos no era ridículos cantos de pájaros, rumores de la selva, ni todo lo que habitualmente escuchaban en el manglar. Ésos eran hombres, ésos eran ruidos de hombres que se mataban igual que bestias, pero donde Joe encontraba su propia identidad sombría, la conciencia de cuya culpa personal se dibujaba cada vez más precisa en su mente como una adquisición cruel y necesaria, gracias a esta experiencia del pantano, gracias a esta experiencia embriagadora.
Se escuchó, inmediatamente después, algo más, ahora en el agua, un zambullirse de tal modo sutil, que parecía no serlo, tensamente silencioso. Todos se daban cuenta de que era el negro Smith, de que no era nadie más que el negro Smith, quien se escondía bajo el pantano para esquivar el ataque y sorprender al enemigo. Luego un silencio angustioso, en espera de escuchar en seguida el tableteo de la ametralladora.
Pero no, el japonés seguía sin disparar hacia el punto donde se oyó el ruido. Algo extraño, pero todos comprendían: significaba que los japoneses --y por tal razón tampoco sus enemigos-usarían ya en lo sucesivo sus armas de fuego; que de aquí en adelante la lucha iba a cifrarse, de un modo exclusivo, en esta cacería de lobos, al tacto, hasta el extremo de lo imposible el descubrimiento de sus posiciones. De súbito el silencio era otra clase de silencio, un silencio maravilloso, lleno de vida, de hazañas invisibles que se advertían en las tinieblas con una diafanidad y certeza matemáticas, que lo llenaban todo.
Se podía hasta pensar que eso no era la guerra, sino algún juego fraternal, porque aquellos dos grupos de seres, quietos y enemigos, hundidos en el pantano de alguna isla perdida en la inmensidad del Pacífico, ya no tenían ningún otro interés que el de no perderse un solo detalle de esta lucha viva que se libraba en las tinieblas, este concreto existir con el que los resucitaba el sigiloso, el apasionante combate entre el negro Smith y el japonés, la muerte, el modo peculiar de la muerte de cualquiera de los dos, y después, la muerte de cada uno de los que les seguirían.
Aquellos hombres habían reducido la guerra a sus elementos más simples, reales y descarnados, al de la guerra sin propósitos, al de la guerra pura, sin discursos patrióticos ni invocaciones a Dios; y la guerra, por su parte, los había llevado al otro lado de los límites del hombre, donde ya no eran seres reales, donde habían dejado de ser hombres y no podían encontrar ninguna otra manifestación de vida sino en la muerte; donde lo único humano y viviente que les quedaba en la existencia era el aullido de los que morían, y donde la única acción viva que les estaba permitida era la acción de matar.
«Lo bueno que no fue Johnny», se dijo otra vez Joe. La inexperiencia, la nerviosidad de Johnny, lo hacían temer a cada momento por el muchacho, y además estaban las súplicas que le hizo Paulina, con lágrimas en los ojos, acerca de que se hiciera cargo de él como si fuera su padre, ya que iban a estar juntos en la misma unidad del ejército.
Prestó mayor atención, con todos los sentidos alerta y un palpitar agudo, galopante, en las sienes, en el pecho, en la palma de las manos. En estos momentos el japonés buscaba en las aguas del pantano, sondeándolas con una suavidad imperceptible y una tibia dulzura, mediante algún objeto ancho --podría ser la culata de su fusil automático--, a guisa de remo, con quien boga en silencio, amorosamente, sobre la tersa superficie de un canal. Era una búsqueda fascinante, exquisita y fina, llena de encanto, exenta en absoluto de animadversión u odio. Lo encontraría. Iba a encontrar al negro, tarde o temprano, y en seguida lo destrozaría a cuchilladas, con una ternura violenta y silenciosa, en medio de la sólida y quieta oscuridad del manglar.
Pero si el negro salía bien librado de este mal negocio, Joe se lo preguntaría, no faltaba más, cuando ambos estuvieran otra vez en su hermosa Texas, con la vista fija en la inmensidad verde de los campos: «Dime, viejo Smith, maldito negro Smith, ¿qué soñabas allá --¿te acuerdas?--, cuando te pilló dormido aquel chapo del demonio? Siempre me imaginé que soñabas estar dentro de un autobús, muy a gusto, y de pronto ¡zas!, el japonés que te cae encima.» Reirían a carcajada abierta, ahí mismito, frente a las dulces y suaves praderas tejanas.
Porque, ¿qué se puede soñar cuando, después de no pegar los ojos en el pantano durante tres días, nos dormimos unos segundos y nos despierta el japonés con un golpe para darnos muerte? Aunque también el negro Smith podría haber soñado la realidad misma, eso era muy posible. Haber soñado que estaba ahí, dormido, y que de pronto caía sobre él un japonés al advertir su presencia en las tinieblas a causa de un movimiento falso provocado por una de esas convulsiones nerviosas del sueño. ¿Por qué no podría haber soñado el negro Smith lo que en realidad pasó?
Otra vez muy próxima a él, Joe volvió a escuchar esa voz desconocida, pero que le hablaba con tanta familiaridad. «Te aseguro, Joe, que ahora sí no escuchaste nada. La cosa ya terminó, sin un grito; de seguro el japonés apergolló al nuestro sin dejarlo sacar la cabeza del agua. Hubieras perdido la apuesta.»
Joe sintió algo muy extraño en las piernas.
Ahora, por fin, reconocía aquella voz que era la propia, inconfundible voz del negro Smith, que quién sabe por qué no habría podido reconocerla antes.
Pensó en Johnny. ¿Qué habría estado soñando Johnny?
Bien, de todos modos, le agradecía las hermosas, inolvidables sensaciones que le hizo experimentar con su pequeña muerte.