I
En un mundo competitivo nos enseñan desde pequeños a querer
ser el primero, “Maestra, ya termine” –preguntar ¿dónde está mi premio? y aplaudir
como foca no era necesario en esa época −. Cuando me dicen: "eres el
segundo que... alguien más ya...", me enojo. Fui tan bien adoctrinado
–casi como un perro de Pavlov− que me rehúso a siquiera a terminar de escuchar
ese tipo de frases.
El otro día, mientras esperaba
para abordar el metro −apretado entre cientos de individuos−, miré a los de la
primer fila posicionados donde se abrirían las puertas − ¡qué envidia!−. Conforme
avanzaba hacia nosotros aquel monstruo de acero, ellos, los ganadores, los
primeros, retrocedían mientras los perdedores empujaban hacia adelante, como
hienas aprovechaban su ventaja numérica para arrebatar una pequeña victoria a
quien espero y gasto energía. Hay algo en lo que no quiero
ser el primero. No quiero ser el primero en sentir y escuchar el soplo estruendoso
de la muerte acercándose por el túnel, mientras detrás empujan. Sólo quería subir al metro, ahora me mantengo al margen de la linea amarilla mientras veo pasar mi
vida.
II
Recién
empezando el año mis ganas por salir a la calle han disminuido, ya sea por el
violento aumento en los costos del transporte público, el alza generalizada de
precios o la violencia misma. Pero me he visto obligado a salir −de esta burbuja− por
un dolor de muelas.
Al regresar de visitar al
Terrorífico Sr. Dentista, tomé el metro −pagué mis 5 pesos con rencor− y me
dispuse a llegar lo más pronto posible a casa. Pero frente a mí iban dos
señoras −como de 40 y 60 años−, llevaban paso lento hacia las escaleras mecánicas
que subían, tomé las fijas para evadir su lento andar. Subí unos escalones y
escuché un grito −pese a traer los audífonos puestos−, volteé y las vi cayendo.
La señora mayor se pego en la cabeza, las escaleras subían y ellas bajaban
dándose de sentones intentando pararse. Otra señora, que venía atrás, corrió para
auxiliar a las primeras −me
quedé congelado viendo aquel espectáculo desagradable−, pero no conseguían ponerse de pie, incluso iban a
tirar a la tercera. Para cuando llegué a ayudar, ya sólo quedaba una en el suelo,
intenté levantarla y la señora decía “joven… se me cayó mi mamá… deme la mano… jale
fuerte”. Llegando a salvo al final de las escaleras nos dieron las gracias. Me
sentí bien, creía haber hecho algo bueno.
Una duda inundo mi cabeza: ¿y si todo aquello era un espectáculo montado para bajarle la cartera a algún ingenuo? Un escalofrió recorrió mi cuerpo, me sentí agraviado y con pena para revisar los bolsillos, ya que aún se encontraban cerca algunos de los mirones que presenciaron el "acto heroico”. Dirigí las manos a los bolsillos −y recordé, no uso billetera− toqué el celular, mp3 y el último billete para llegar a fin de mes. Otra vez sentí un escalofrió, ahora se trataba de la culpa, por pensar mal de las señoras en apuros. No pude evitar sentirme miserable.
Una duda inundo mi cabeza: ¿y si todo aquello era un espectáculo montado para bajarle la cartera a algún ingenuo? Un escalofrió recorrió mi cuerpo, me sentí agraviado y con pena para revisar los bolsillos, ya que aún se encontraban cerca algunos de los mirones que presenciaron el "acto heroico”. Dirigí las manos a los bolsillos −y recordé, no uso billetera− toqué el celular, mp3 y el último billete para llegar a fin de mes. Otra vez sentí un escalofrió, ahora se trataba de la culpa, por pensar mal de las señoras en apuros. No pude evitar sentirme miserable.