jueves, 7 de julio de 2016

Cerrar y abrir.


Puertas, candados, ventanas y persianas sirven para guardar distancia con las personas que nos rodean. Intentamos esconder nuestros más íntimos secretos poniendo murallas de por medio, resguardamos nuestras vergüenzas. El primer ladrillo se coloca cuando al adolescente se le inicia en La secta de la desconfianza entregándole una llave que abre y cierra una puerta. Poseer esa llave representa una gran distinción para el adolescente, así como derechos y obligaciones. Se aprecia el derecho, pero la obligación se olvida.    
            Al perder una llave nunca pensamos en la posibilidad de que alguien cercano al hogar, en caso de encontrarla, vaya a hacer mal uso de ella, guardarla durante meses, quizás años, para, en el momento adecuado, entrar con sigilo y arrebatarnos los bienes que con tanto esfuerzo hemos adquirido; simplemente sacamos una copia y olvidamos el asunto, porque desde nuestra perspectiva solo hay sombras al rededor y ellas son incapaces de hacernos daño. Entonces ¿de qué nos protegemos? Pues de alimentar a esas sombras con nuestras vergüenzas y después no poder mirarlas de frente, porque se debe salir a la calle con la frente en alto y una sonrisa, ¿no?

            Aparto con mi mano la cortina que me separa del mundo exterior y me asomo por la ventana, desde este cuarto de azotea se pueden observar el cruce de dos calles, tres edificios –uno me observa directamente, otro de reojo y el último me da la espalda–, algunos comercios que han sobrevivido a las políticas priístas del siglo XX, y niños retirándose a casa después de pasar horas en una escuela primaria de la cual, la gran mayoría, solo recordará los festivales y sus bailables.       
            El edificio que me mira de reojo se mantiene con las persianas y cortinas abiertas todo el día, muestra del desinterés de los nuevos vecinos por las personas que viven “allá abajo”. Aún recuerdo la vieja casona que se encontraba en su lugar, sus ventanas rotas y muros agrietados, al gran perro danés ladrando a las sombras que deambulaban por los cuartos y escaleras que ya no están, que cedieron el paso a una construcción moderna (por los materiales y no por el diseño). Las pocas sombras que habitaban en la casa antigua ahora se han quintuplicado, recuerdo anhelar ser una de esas sombras cuando veía a los albañiles trabajar en la edificación, pero, al preguntar por el costo, los sueños de ser una silueta frente al hogar se desvanecieron.     
            Los otros edificios son viejos, los puedo apreciar de fondo en las fotografías de familiares en alguna fiesta patria lejana. Las cabelleras largas y pantalones acampanados de mis tíos y tías, en esas fotografías, me invitan a pensar en una época de descontrol acompañado de represión. Alguna vez la policía levanto a uno de mis tíos, simplemente por estar parado en la esquina sin hacer nada, un vago, demasiado sospechoso para el ojo entrenado de nuestras autoridades, se lo llevaron. Ni bien le habían dado la vuelta a la esquina lo tuvieron que soltar al darse cuenta que no sabía nada de nada, vaya, desconocía el significado de universidad y, además, no llevaba nada de valor por lo que valiera la pena darle un susto. La ignorancia y pobreza salvaron a mis familiares en una época en la que ser estudiante era un peligro y que terminaría con ríos de sangre y fosas comunes… Se les ve tan felices en esas fotos, ¡qué envidia!... ¿De dónde habrán sacado la cámara?           
            El edificio que me mira de frente aparece con las cortinas medio abiertas –o medio cerradas, según el nivel de optimismo del lector– en otras fotografías. Después del temblor de 1985, ese edificio fue abandonado y sirvió de campo de tiro para presumir el alcance de nuestros brazos infantiles al arrojar piedras. Los cristalazos se convirtieron en los juegos pirotécnicos que rara vez pudimos adquirir. Sólo una persona vivía en ese edificio, siempre se mostraba huraña, y con razón, cuando iba a reclamar a nuestras madres ‒sí, sólo vivían madres solteras en esta vecindad– éstas terminaban corriéndolo casi a golpes y con amenazas en caso de que se atreviera a volver. ¡Cómo se atrevía ese ser solitario a cuestionar la educación que les brindaban a sus hijos! De los vidrios nunca supe que se pagara alguno.
            Al final, una vez que mi visión hizo un pandeo rápido de la calle y mi mente viajo a recuerdos que creía olvidados, me enfoco en el edificio que me da la espalda, ahí en alguna época vivieron los chicos del Padre Chinchachoma, desde este lado poco importan sus ventanas y persianas, no me pueden observar ni yo a los vecinos de ese edificio. Sin embargo, la acústica de la calle hace de él el más peligroso. El más minúsculo susurro es absorbido por sus muros y amplificado al interior de los departamentos donde las vecinas intentan memorizar o tomar nota rápida de los capítulos más bochornosos de la vecindad. Salir a la calle después de esos capítulos implica enfrentarse a miradas suspicaces.      
            Entonces, ¿qué cuidamos o protegemos con tanto recelo detrás de estos muros, puertas, candados, persianas? Aquí sólo se imita una costumbre de la gente que vive más al norte, esas personas que no pueden pasear tranquilas por la noche en estas colonias populares. Igual ni les interesa pasear por acá, pero algo es seguro: no andarían tranquilos, así como nosotros que no podemos andar por sus calles sin ser increpados por algún funcionario público entrenado para discriminar con una mirada fugaz al extraño, ya sea por el color de la piel, la ropa y en casos extremos hasta por el corte de cabello… Aquí sólo nos queda la falsa ilusión de cerrar puertas y persianas para proteger algo valioso, ¡vaya a saber Dios qué!