Puertas,
candados, ventanas y persianas sirven para guardar distancia con las personas
que nos rodean. Intentamos esconder nuestros más íntimos secretos poniendo
murallas de por medio, resguardamos nuestras vergüenzas. El primer ladrillo se
coloca cuando al adolescente se le inicia en La secta de la desconfianza
entregándole una llave que abre y cierra una puerta. Poseer esa llave
representa una gran distinción para el adolescente, así como derechos y
obligaciones. Se aprecia el derecho, pero la obligación se olvida.
Al perder una llave nunca
pensamos en la posibilidad de que alguien cercano al hogar, en caso de
encontrarla, vaya a hacer mal uso de ella, guardarla durante meses, quizás
años, para, en el momento adecuado, entrar con sigilo y arrebatarnos los bienes
que con tanto esfuerzo hemos adquirido; simplemente sacamos una copia y
olvidamos el asunto, porque desde nuestra perspectiva solo hay sombras al rededor
y ellas son incapaces de hacernos daño. Entonces ¿de qué nos protegemos? Pues de
alimentar a esas sombras con nuestras vergüenzas y después no poder mirarlas de
frente, porque se debe salir a la calle con la frente en alto y una sonrisa,
¿no?
Aparto con mi mano la cortina
que me separa del mundo exterior y me asomo por la ventana, desde este cuarto
de azotea se pueden observar el cruce de dos calles, tres edificios –uno me
observa directamente, otro de reojo y el último me da la espalda–, algunos
comercios que han sobrevivido a las políticas priístas del siglo XX, y niños
retirándose a casa después de pasar horas en una escuela primaria de la cual,
la gran mayoría, solo recordará los festivales y sus bailables.
El edificio que me mira de
reojo se mantiene con las persianas y cortinas abiertas todo el día, muestra
del desinterés de los nuevos vecinos por las personas que viven “allá abajo”.
Aún recuerdo la vieja casona que se encontraba en su lugar, sus ventanas rotas
y muros agrietados, al gran perro danés ladrando a las sombras que deambulaban
por los cuartos y escaleras que ya no están, que cedieron el paso a una
construcción moderna (por los materiales y no por el diseño). Las pocas sombras
que habitaban en la casa antigua ahora se han quintuplicado, recuerdo anhelar
ser una de esas sombras cuando veía a los albañiles trabajar en la edificación,
pero, al preguntar por el costo, los sueños de ser una silueta frente al hogar
se desvanecieron.
Los otros edificios son
viejos, los puedo apreciar de fondo en las fotografías de familiares en alguna
fiesta patria lejana. Las cabelleras largas y pantalones acampanados de mis
tíos y tías, en esas fotografías, me invitan a pensar en una época de
descontrol acompañado de represión. Alguna vez la policía levanto a uno de mis
tíos, simplemente por estar parado en la esquina sin hacer nada, un vago,
demasiado sospechoso para el ojo entrenado de nuestras autoridades, se lo
llevaron. Ni bien le habían dado la vuelta a la esquina lo tuvieron que soltar
al darse cuenta que no sabía nada de nada, vaya, desconocía el significado de universidad
y, además, no llevaba nada de valor por lo que valiera la pena darle un susto.
La ignorancia y pobreza salvaron a mis familiares en una época en la que ser
estudiante era un peligro y que terminaría con ríos de sangre y fosas comunes…
Se les ve tan felices en esas fotos, ¡qué envidia!... ¿De dónde habrán sacado
la cámara?
El edificio que me mira de
frente aparece con las cortinas medio abiertas –o medio cerradas, según el
nivel de optimismo del lector– en otras fotografías. Después del temblor de 1985, ese edificio fue abandonado y sirvió de campo de tiro para presumir el alcance de nuestros brazos infantiles al arrojar piedras. Los cristalazos
se convirtieron en los juegos pirotécnicos que rara vez pudimos adquirir. Sólo
una persona vivía en ese edificio, siempre se mostraba huraña, y con razón,
cuando iba a reclamar a nuestras madres ‒sí, sólo vivían madres solteras en
esta vecindad– éstas terminaban corriéndolo casi a golpes y con amenazas en caso
de que se atreviera a volver. ¡Cómo se atrevía ese ser solitario a cuestionar
la educación que les brindaban a sus hijos! De los vidrios nunca supe que se
pagara alguno.
Al final, una vez que mi
visión hizo un pandeo rápido de la calle y mi mente viajo a recuerdos que creía
olvidados, me enfoco en el edificio que me da la espalda, ahí en alguna época
vivieron los chicos del Padre Chinchachoma, desde este lado poco importan sus
ventanas y persianas, no me pueden observar ni yo a los vecinos de ese
edificio. Sin embargo, la acústica de la calle hace de él el más peligroso. El
más minúsculo susurro es absorbido por sus muros y amplificado al interior de
los departamentos donde las vecinas intentan memorizar o tomar nota rápida de
los capítulos más bochornosos de la vecindad. Salir a la calle después de esos
capítulos implica enfrentarse a miradas suspicaces.
Entonces, ¿qué cuidamos o
protegemos con tanto recelo detrás de estos muros, puertas, candados, persianas?
Aquí sólo se imita una costumbre de la gente que vive más al norte, esas
personas que no pueden pasear tranquilas por la noche en estas colonias populares.
Igual ni les interesa pasear por acá, pero algo es seguro: no andarían
tranquilos, así como nosotros que no podemos andar por sus calles sin ser
increpados por algún funcionario público entrenado para discriminar con una
mirada fugaz al extraño, ya sea por el color de la piel, la ropa y en casos
extremos hasta por el corte de cabello… Aquí sólo nos queda la falsa ilusión de
cerrar puertas y persianas para proteger algo valioso, ¡vaya a saber Dios qué!