I
En época de vacas flacas,
a mi madre le regalaron una bolsa de leche −de la desaparecida “CONASUPO”−. De esa leche, que nos nutrió
en la primera infancia a mí y dos hermanos, conocíamos su sabor peculiar y
desagradable. La única forma de consumirla, y no terminar vomitándola,
era combinándola con arroz, lo que en el mundo de la repostería llaman “arroz
con leche”. Pero mi Madre quería hacer un arroz con leche “especial”, ya que
hacía mucho tiempo no lo probábamos. Esperó unos días para juntar un poco
más de dinero y comprar los aditamentos que le darían al postre un sabor “que
nunca olvidaríamos”.
Por fin llegó el día, todo
era alegría en el espacio que llamábamos cocina. Mi madre puso a cocer en una
olla con agua el arroz, una rajita de canela y azúcar; cuando el agua se
evaporó, sacó del refrigerador la bolsa de leche, que alguna alma caritativa le
obsequió, y la vertió en la olla junto al arroz, canela y azúcar −el hogar se impregnó de
agradable aroma−;
entonces, sacó una lata de leche condensada de marca ostentosa, y un
puño de pasas –el toque distintivo que haría de ese día
algo especial−, nos invitó a observar la culminación del proceso, agregó la
leche condensada y pasas al mismo tiempo, se dispuso a mezclar los ingredientes
con una palita de madera, pero la leche comenzó a subir rápidamente por la
olla, desbordándose y ensuciando la estufa –herencia de algún pariente pudiente−,
el espectáculo me recordó aquél experimento escolar en el que se simula la
explosión de un volcán. No probamos el postre tan esperado.
Resulta que la bolsa de
leche, cuando se la regalaron a mi madre, tenía ya dos días de caducidad y para
cuando compró los complementos ya tenía ¡seis más! Mi madre era de decir “a caballo
regalado no se le ve colmillo” –Pero madre, revisa la
fecha de caducidad por favor−, su fe ciega en la caridad humana y una deficiencia en el olfato hicieron que en la
casa se desperdiciaran recursos, recursos que en días posteriores extrañamos.