miércoles, 10 de julio de 2013

2. DOMINGO SIETE - Alfonso Reyes

No hay cosa que requiera más tiento que la
verdad: que es un sangrarse del corazón.
GRACIÁN.

CADA noche arranco una hoja de mi calendario, temiendo que el tiempo me deje atrás. Hora metafísica la de matar el día, el gallo de los zapateros la delata; y apresuramos la marcha, temerosos de perder el ritmo solidario.
            Hoy —sábado 6 de diciembre de 1913— me sorprende al matar el día, cual un punto fijo en mitad del tiempo, una combinación pitagórica: Domingo 7.
            De niño ¡cuántas cosas me enseñaban que yo no entendía! A un resto de los antiguos métodos, no menos que a la docilidad de la mente infantil, debo la fortuna de haber aprendido de memoria lo que no entendía. Así, me sorprendo frecuentemente recitando frases que desde la infancia me están resonando en la cabeza, pero que entonces no tenían sentido para mí. Poco a poco, la vida me va descubriendo su misterio.
            Porque si la vieja pedagogía necesita defensores, sea yo el primero: hay cosas que se deben aprender aunque no se entiendan, cosas que deben estar en la memoria primero, y después en la voluntad, aun antes de estar en el entendimiento. La misma visión del universo la recibimos dogmáticamente; la conciencia, hilo del ser, no es más que memoria de momentos. Cuando todo se entiende ya, es ya demasiado tarde para aprenderlo. Yo no entiendo, no, la generación de la vida: vivo de memoria.

            Pues bien: entre los muchos cuentos que cuentan las viejas tras el fuego, hay uno que, por ser irónico, no tenía asidero para mi inteligencia infantil: la ironía es la última conquista.
            Juanito —dice el cuento— salió al campo cierto día en que celebraban las brujas su concierto. Viéndolas venir a lo lejos, trepó a un árbol para ocultarse Pero Juanito no se percató de que había escogido para escondite el árbol sagrado de las brujas.
            Las brujas, pues, se ponen a bailar en corro en redor de su árbol, y Juanito, ahogando el resuello, las oye girar al compás de un canto monótono:     


Lunes, Martes, Miércoles, tres;
Jueves, Viernes, Sábado, seis.

            El inocente acaba por cansarse; y particularmente le choca que, decapitando ostensiblemente la semana, las brujas se olviden del Domingo. Y grita con estentórea voz:
            — ¡Domingo, siete!
            El fin de la historia se adivina: las brujas, que hasta entonces no habían visto a Juanito, lo bajan del árbol y se lo comen. Y aquí el cuento se complicaba con no sé qué consideraciones sobre el horror de la bruja por el Domingo, día del Señor.
            Para los escoceses de Charles Lamb —directos antecesores de Celui qui ne comprend pas— y para mi pobre cabeza infantil, la observación de Juanito resultaba sumamente acertada y, para decirlo todo, de una lógica irrefutable, matemática. Sólo faltaba saber si era oportuna.
            Pero la verdad ¿puede alguna vez no ser oportuna?
            —¡No hay que escatimar la verdad! —grita el Gregorio ibseniano desde las páginas del Pato silvestre. Con todo, en la última escena, como resultado de sus experiencias, exclama:
            —He decidido suicidarme.
    ¡Vaya usted a paseo! —le responde gentilmente el Doctor.

            Por mucho que lo nieguen los tratadistas, en el libro de las intuiciones, a tantas hojas, se halla escrito que la verdad admite matices de mentira. Uno de ellos es la verdad a medias: la de los políticos, la de los médicos, la de todo el que formula diagnósticos o dice la buena ventura por sociología, química, astronomía o quiromancia; la de los augures de toda especie, que ya en los dichosos tiempos de Catón soltaban la risa al encontrarse. Otro matiz de la verdad es la verdad innecesaria. Difícilmente me convencerán los lógicos rutinarios de que la verdad innecesaria es una verdad absoluta; difícilmente concederé que, en el caso de mi cuento, el Domingo fuera precisamente “siete”. ¡Pobre cabeza simétrica que necesitaba completar la semana a toda costa, aun a costa de su seguridad y —lo que es peor— a costa del ritmo del verso!
            Ese “Domingo Siete”, ese desequilibrio mecánico incrustado en la vida es, para Bergson, el símbolo de lo cómico. Y otro tanto se ha dicho ya de los versos de Don Quijote:

Hiriólo Amor con su azote,
no con su blanda correa;
y, en llegándole al cogote,
aquí lloró Don Quijote
ausencias de Dulcinea
del Toboso.

O “del Domingo Siete”, que todo es uno.

Este anhelo cómico de verdad no pasa de ser una hipertrofia, una enfermedad técnica como cualquiera otra: el arte por el arte, el estilo por el estilo, la verdad por la verdad, son todos una misma clase de errores. Los técnicos de la verdad quisieran establecerla a toda hora, dejarla siempre sentadita en su trono; quisieran decir la verdad aun en los preciosos instantes de mentir o cantar.
            Y no: la verdad es, en su origen, una necesidad vital; como el arte, la crea la vida. Ya nos hablaba el filósofo de los errores que, a fuerza de vivir, se vuelven aciertos. Ansiar la verdad innecesaria es una inercia lógica, una solidificación del espíritu, y una falta de educación. La verdad es, en esencia, un modo de oportunidad. Es, vista desde fuera, una adecuación.

            —Y, vista por dentro, un estado de ánimo, como la alegría o la pena —oigo decir al otro escéptico.