No hay cosa que requiera más tiento que
la
verdad: que es un sangrarse del corazón.
GRACIÁN.
CADA
noche arranco una hoja de mi calendario, temiendo que el tiempo me deje atrás.
Hora metafísica la de matar el día, el gallo de los zapateros la delata; y
apresuramos la marcha, temerosos de perder el ritmo solidario.
Hoy —sábado 6 de diciembre de 1913—
me sorprende al matar el día, cual un punto fijo en mitad del tiempo, una
combinación pitagórica: Domingo 7.
De niño ¡cuántas cosas me enseñaban que
yo no entendía! A un resto de los antiguos métodos, no menos que a la docilidad
de la mente infantil, debo la fortuna de haber aprendido de memoria lo que no
entendía. Así, me sorprendo frecuentemente recitando frases que desde la
infancia me están resonando en la cabeza, pero que entonces no tenían sentido
para mí. Poco a poco, la vida me va descubriendo su misterio.
Porque si la vieja pedagogía
necesita defensores, sea yo el primero: hay cosas que se deben aprender aunque
no se entiendan, cosas que deben estar en la memoria primero, y después en la
voluntad, aun antes de estar en el entendimiento. La misma visión del universo
la recibimos dogmáticamente; la conciencia, hilo del ser, no es más que memoria
de momentos. Cuando todo se entiende ya, es ya demasiado tarde para aprenderlo.
Yo no entiendo, no, la generación de la vida: vivo de memoria.
Pues bien: entre los muchos cuentos
que cuentan las viejas tras el fuego, hay uno que, por ser irónico, no tenía asidero
para mi inteligencia infantil: la ironía es la última conquista.
Juanito
—dice el cuento— salió al campo cierto día en que celebraban las brujas su concierto.
Viéndolas venir a lo lejos, trepó a un árbol para ocultarse Pero Juanito no se percató
de que había escogido para escondite el árbol sagrado de las brujas.
Las brujas, pues, se ponen a bailar
en corro en redor de su árbol, y Juanito, ahogando el resuello, las oye girar
al compás de un canto monótono:
Lunes,
Martes, Miércoles, tres;
Jueves,
Viernes, Sábado, seis.
El inocente acaba por cansarse; y
particularmente le choca que, decapitando ostensiblemente la semana, las brujas
se olviden del Domingo. Y grita con estentórea voz:
— ¡Domingo, siete!
El fin de la historia se adivina:
las brujas, que hasta entonces no habían visto a Juanito, lo bajan del árbol y
se lo comen. Y aquí el cuento se complicaba con no sé qué consideraciones sobre
el horror de la bruja por el Domingo, día del Señor.
Para los escoceses de Charles Lamb
—directos antecesores de Celui qui ne comprend pas— y para mi pobre
cabeza infantil, la observación de Juanito resultaba sumamente acertada y, para
decirlo todo, de una lógica irrefutable, matemática. Sólo faltaba saber si era
oportuna.
Pero la verdad ¿puede alguna vez no
ser oportuna?
—¡No hay que escatimar la verdad!
—grita el Gregorio ibseniano desde las páginas del Pato silvestre. Con
todo, en la última escena, como resultado de sus experiencias, exclama:
—He decidido suicidarme.
—
¡Vaya
usted a paseo! —le responde gentilmente el Doctor.
Por mucho que lo nieguen los
tratadistas, en el libro de las intuiciones, a tantas hojas, se halla escrito
que la verdad admite matices de mentira. Uno de ellos es la verdad a medias: la
de los políticos, la de los médicos, la de todo el que formula diagnósticos o
dice la buena ventura por sociología, química, astronomía o quiromancia; la de
los augures de toda especie, que ya en los dichosos tiempos de Catón soltaban la
risa al encontrarse. Otro matiz de la verdad es la verdad innecesaria. Difícilmente
me convencerán los lógicos rutinarios de que la verdad innecesaria es una
verdad absoluta; difícilmente concederé que, en el caso de mi cuento, el Domingo
fuera precisamente “siete”. ¡Pobre cabeza simétrica que necesitaba completar la
semana a toda costa, aun a costa de su seguridad y —lo que es peor— a costa del
ritmo del verso!
Ese “Domingo Siete”, ese
desequilibrio mecánico incrustado en la vida es, para Bergson, el símbolo de lo
cómico. Y otro tanto se ha dicho ya de los versos de Don Quijote:
Hiriólo
Amor con su azote,
no
con su blanda correa;
y,
en llegándole al cogote,
aquí
lloró Don Quijote
ausencias
de Dulcinea
del
Toboso.
O
“del Domingo Siete”, que todo es uno.
Este
anhelo cómico de verdad no pasa de ser una hipertrofia, una enfermedad técnica
como cualquiera otra: el arte por el arte, el estilo por el estilo, la verdad
por la verdad, son todos una misma clase de errores. Los técnicos de la verdad
quisieran establecerla a toda hora, dejarla siempre sentadita en su trono;
quisieran decir la verdad aun en los preciosos instantes de mentir o cantar.
Y no: la verdad es, en su origen,
una necesidad vital; como el arte, la crea la vida. Ya nos hablaba el filósofo
de los errores que, a fuerza de vivir, se vuelven aciertos. Ansiar la verdad innecesaria
es una inercia lógica, una solidificación del espíritu, y una falta de
educación. La verdad es, en esencia, un modo de oportunidad. Es, vista desde
fuera, una adecuación.
—Y, vista por dentro, un estado de
ánimo, como la alegría o la pena —oigo decir al otro escéptico.