1. Alfabeto, pan y jabón
LA APARIENCIA nunca es desdeñable. Hasta cuando engaña da
un indicio. Ya para aceptarla o ya para rectificarla, en ella se funda el
conocimiento. Dejarse guiar por los ojos no es un mal método, a condición de
andar sobre aviso. A primera vista, lo que más resalta e impresiona es la
pobreza general de los mexicanos. Acaso sea nuestro mal por excelencia. ¡Si fuera dable, como con un salero en la sopa, esparcir dinero
por el territorio! ¡Y si esto bastara para enderezar la economía nacional!
Por
desgracia aun semejante recurso, digno de Las mil y una noches, nada
arreglaría. Acontece lo que con la paradoja del físico: si, de repente, todas
las medidas del universo aumentaran a un tiempo en la proporción de uno a cien,
nada habría cambiado y ni siquiera nos daríamos cuenta.
El ejemplo de algunos gobernantes comprueba que este alivio de dejar rodar el dinero es aparente y de alcance muy limitado. Pero comprueba también que, hasta donde llega el alivio, provoca mareas de optimismo nacional como nunca se han visto otras. ¡Fugaces horas de gozo, embriaguez de un día! ¡Cómo hacer, oh Fausto, para fijar perdurablemente el instante de felicidad: “Detente… Eras tan bello”!
El ejemplo de algunos gobernantes comprueba que este alivio de dejar rodar el dinero es aparente y de alcance muy limitado. Pero comprueba también que, hasta donde llega el alivio, provoca mareas de optimismo nacional como nunca se han visto otras. ¡Fugaces horas de gozo, embriaguez de un día! ¡Cómo hacer, oh Fausto, para fijar perdurablemente el instante de felicidad: “Detente… Eras tan bello”!
Hay
dolores fecundos; hay amarguras que hunden, pero luego hacen rebotar, o
rebrotar, desde el fondo las virtudes humanas. La pobreza misma, la “fiel
compañera de Grecia”, que decían los antiguos, modela excelencias nacionales.
La lucha contra los ambientes impropicios engendra el músculo de las grandes
civilizaciones, mucho más que las gratuidades de los paraísos terrenos. Pero si
la escasez o el obstáculo aniquilan la posibilidad, es decir, la esperanza
humana, entonces los pueblos simplemente se desnutren y se consumen.
Aquel
fermento de optimismo que sólo rebulle al subir a cierto nivel de bienestar
parece indispensable para que se revelen y prosperen algunas virtudes de los
pueblos. Cuando la lucha es elemental y áspera, cuando el poco dinero está en
manos de los gobiernos, y los hombres se disputan ansiosamente los cargos
públicos como único medio de tener comida y respeto, ¿adónde irán las
cualidades latentes? Se desarrollan la garra y los colmillos, no la
inteligencia ni la conducta. ¿El perfil del hombre mexicano, Samuel
Ramos, amigo admirado y querido? Lo veremos claro cuando alimentemos a nuestro
hombre, cuando lo reconciliemos con la existencia, cuando pueda disfrutar de
cierta autarquía.
¿Cuál
será, entonces, este perfil? ¿Qué dará de sí nuestra gente cuando haya resuelto
y edificado la base de sustentación? A veces me he echado a soñar con ese
México, no digamos ya feliz porque eso sería mucho y aun imposible: siquiera
suficiente. Hasta hoy todos vivimos aquí un poco a trompicones, y menos mal los
que de veras podemos llamarnos privilegiados. Pero nosotros mismos traemos cara
de mala conciencia. Sabemos que hay cadáver en la bodega. Cuando pensamos en el
país, vagamente nuestra subconsciencia nos representa inmensos reductos de
poblaciones que arrastran una existencia infrahumana. ¿Qué será este pueblo,
una vez que todos sus hombres hayan tenido acceso al Hombre? Entonces y sólo
entonces sabremos lo que da de sí nuestro pueblo.
Alfabeto,
sí. Pan del alma. Ha dicho muy bien el Presidente, en una manifestación que,
más que un decreto, parece un grito humano. Pero, al lado, y antes, pan del
cuerpo; algo de bienestar, algo de alegría en el vivir físico. Lo uno va con lo
otro, y como el bienestar no llueve del cielo, hay que solicitarlo desde el
suelo mediante un juego de técnicas cuya base es el Abecedario. “Alfabeto y
jabón”, decía hace años José Vasconcelos, pensando en la necesidad de
reconstruir biológica y culturalmente nuestra sustancia humana. Alfabeto, pan y
jabón, hay que decir. Y todo lo demás se os dará por añadidura.
II.
Las características actuales y las futuras
En nuestro pueblo, como en todos, hay, pues,
características manifiestas y cualidades posibles o latentes, que aún no se han
revelado por las estrechas circunstancias de angustia vital en que nos
desenvolvemos hasta ahora.
Sobre
las características manifiestas se ha hablado ya mucho. La cortesía, por
ejemplo —dulce freno a la animalidad y escuela práctica de humanización para el
hombre—, ha sido objeto de elocuentes y eruditas disertaciones. Ruiz de
Alarcón, M me Calderón de la Barca y otros testimonios han sido citados al
caso. Y se ha explicado, con razón, que ciertas mareas de grosería —bajo las
cuales todavía se conserva el fondo vernáculo y provinciano de las suaves
maneras— son efecto, por una parte, de pasajeras turbulencias sociales que,
naturalmente, empañan las condiciones genuinas (pues no es posible, en medio de
la guerra civil y con la pistola al cinto, seguir siendo el que antes se era);
y por otra parte, son efecto de una evolución general del mundo. Las sociedades,
montadas por decirlo así en la velocidad física, van demasiado de prisa para
andarse con miramientos. Y mientras se encuentra un nuevo equilibrio entre la
celeridad y la ceremonia, la gente, en todas partes, como que se ha vuelto algo
ruda.
Sobre
los dones artísticos del mexicano se ha dicho también ya lo bastante. Barro,
vidrio, paja, pluma, plata y oro, y las demás artes populares, hasta llegar a
nuestra magnífica pintura; facultades musicales y líricas, también
pasajeramente empañadas por la demanda de las nuevas industrias (radio, cine),
demanda excesiva que tiende a hacer de nuestro canto un llanto monótono o un
recitado tremulento y ridículo, todo ello producción adocenada y, esperémoslo,
condenada a desaparecer… Los dones
artísticos del mexicano nunca han sido puestos en duda. Pero el arte, como el
amor, es otro orden sagrado de la vida, arisco e irreducible, y compatible en
mucho aun con la exasperación social y con los trastornos institucionales. Es,
también, válvula por donde escapa el dolor, desquite contra la amarga
existencia.
Entre las
características manifiestas y las virtudes latentes hay una gama intermedia de
indicios, que nos permiten desde ahora sospechar algunos desarrollos futuros de
nuestro pueblo, cuando se lo ponga en situación de crear en el bienestar.
Nos referimos a esa aptitud de discreción que, en la poesía, la crítica ha llamado el “tono crepuscular”; la aversión a las notas chillonas (salvo casos excepcionales, naturalmente); y que yo, por temor a las implicaciones de “decadencia” o “desvanecimiento” que la palabra “crepuscular” trae consigo, más bien llamé la tendencia a la mesura y a la rotundez clásicas. Que éstas me parecen ser, en efecto, las normas —más que eso—, las formas en que está vaciada el alma mexicana.
Vista la medalla por el reverso, obsérvese que, entre todos los pueblos de América —y a pesar de las apariencias y el desvío de apreciación que nuestros trastornos intestinos pudieron provocar entre quienes nos ignoran—, el mexicano es el menos “tropical” de los pueblos; entendiendo por “tropical” lo arrebatado y ciego, lo candorosamente confiado, lo excesivo en las manifestaciones sentimentales y en las palabras inútiles. El mexicano es reservado y sobrio, al punto que todos los demás países de América nos parecen algo desmedidos e ilusos (sea dicho con sana intención), sin exceptuar a los Estados Unidos, tan amablemente charlatanes; a los argentinos, tan fácilmente satisfechos; a los chilenos mismos, que se dan por los escandinavos del sur.
Pues bien: esta reserva, este freno, esta desconfianza, esta necesidad constante de la duda y la comprobación, hacen de los mexicanos algo como unos discípulos espontáneos del Discurso del Método, unos cartesianos nativos; y los disponen, para cuando llegue el día del bienestar, del acierto político, y el consecuente despliegue de las facultades hoy inhibidas, a ser un pueblo científico por excelencia.
Lo cual no quiere decir que se pierdan, por eso, otras virtudes interiores y superiores de inspiración, hondura y recogimiento metafísicos. Ya lo presenciarán nuestros hijos, o los hijos de nuestros hijos.
Nos referimos a esa aptitud de discreción que, en la poesía, la crítica ha llamado el “tono crepuscular”; la aversión a las notas chillonas (salvo casos excepcionales, naturalmente); y que yo, por temor a las implicaciones de “decadencia” o “desvanecimiento” que la palabra “crepuscular” trae consigo, más bien llamé la tendencia a la mesura y a la rotundez clásicas. Que éstas me parecen ser, en efecto, las normas —más que eso—, las formas en que está vaciada el alma mexicana.
Vista la medalla por el reverso, obsérvese que, entre todos los pueblos de América —y a pesar de las apariencias y el desvío de apreciación que nuestros trastornos intestinos pudieron provocar entre quienes nos ignoran—, el mexicano es el menos “tropical” de los pueblos; entendiendo por “tropical” lo arrebatado y ciego, lo candorosamente confiado, lo excesivo en las manifestaciones sentimentales y en las palabras inútiles. El mexicano es reservado y sobrio, al punto que todos los demás países de América nos parecen algo desmedidos e ilusos (sea dicho con sana intención), sin exceptuar a los Estados Unidos, tan amablemente charlatanes; a los argentinos, tan fácilmente satisfechos; a los chilenos mismos, que se dan por los escandinavos del sur.
Pues bien: esta reserva, este freno, esta desconfianza, esta necesidad constante de la duda y la comprobación, hacen de los mexicanos algo como unos discípulos espontáneos del Discurso del Método, unos cartesianos nativos; y los disponen, para cuando llegue el día del bienestar, del acierto político, y el consecuente despliegue de las facultades hoy inhibidas, a ser un pueblo científico por excelencia.
Lo cual no quiere decir que se pierdan, por eso, otras virtudes interiores y superiores de inspiración, hondura y recogimiento metafísicos. Ya lo presenciarán nuestros hijos, o los hijos de nuestros hijos.
Todo, México, 14.IX-1944.
Reyes, Alfonso. “Reflexiones sobre el mexicano”.
Los trabajos y los días. México: FCE,
1959. 421-424. Impreso. Letras Mexicanas. Vol. 9 de Obras completas. 26 vols.