sábado, 31 de mayo de 2014

REFLEXIONES SOBRE EL MEXICANO

1. Alfabeto, pan y jabón
LA APARIENCIA nunca es desdeñable. Hasta cuando engaña da un indicio. Ya para aceptarla o ya para rectificarla, en ella se funda el conocimiento. Dejarse guiar por los ojos no es un mal método, a condición de andar sobre aviso. A primera vista, lo que más resalta e impresiona es la pobreza general de los mexicanos. Acaso sea nuestro mal por excelencia. ¡Si fuera dable, como con un salero en la sopa, esparcir dinero por el territorio! ¡Y si esto bastara para enderezar la economía nacional!
            Por desgracia aun semejante recurso, digno de Las mil y una noches, nada arreglaría. Acontece lo que con la paradoja del físico: si, de repente, todas las medidas del universo aumentaran a un tiempo en la proporción de uno a cien, nada habría cambiado y ni siquiera nos daríamos cuenta.        
            El ejemplo de algunos gobernantes comprueba que este alivio de dejar rodar el dinero es aparente y de alcance muy limitado. Pero comprueba también que, hasta donde llega el alivio, provoca mareas de optimismo nacional como nunca se han visto otras. ¡Fugaces horas de gozo, embriaguez de un día! ¡Cómo hacer, oh Fausto, para fijar perdurablemente el instante de felicidad: “Detente… Eras tan bello”!
            Hay dolores fecundos; hay amarguras que hunden, pero luego hacen rebotar, o rebrotar, desde el fondo las virtudes humanas. La pobreza misma, la “fiel compañera de Grecia”, que decían los antiguos, modela excelencias nacionales. La lucha contra los ambientes impropicios engendra el músculo de las grandes civilizaciones, mucho más que las gratuidades de los paraísos terrenos. Pero si la escasez o el obstáculo aniquilan la posibilidad, es decir, la esperanza humana, entonces los pueblos simplemente se desnutren y se consumen.
            Aquel fermento de optimismo que sólo rebulle al subir a cierto nivel de bienestar parece indispensable para que se revelen y prosperen algunas virtudes de los pueblos. Cuando la lucha es elemental y áspera, cuando el poco dinero está en manos de los gobiernos, y los hombres se disputan ansiosamente los cargos públicos como único medio de tener comida y respeto, ¿adónde irán las cualidades latentes? Se desarrollan la garra y los colmillos, no la inteligencia ni la conducta. ¿El perfil del hombre mexicano, Samuel Ramos, amigo admirado y querido? Lo veremos claro cuando alimentemos a nuestro hombre, cuando lo reconciliemos con la existencia, cuando pueda disfrutar de cierta autarquía.
            ¿Cuál será, entonces, este perfil? ¿Qué dará de sí nuestra gente cuando haya resuelto y edificado la base de sustentación? A veces me he echado a soñar con ese México, no digamos ya feliz porque eso sería mucho y aun imposible: siquiera suficiente. Hasta hoy todos vivimos aquí un poco a trompicones, y menos mal los que de veras podemos llamarnos privilegiados. Pero nosotros mismos traemos cara de mala conciencia. Sabemos que hay cadáver en la bodega. Cuando pensamos en el país, vagamente nuestra subconsciencia nos representa inmensos reductos de poblaciones que arrastran una existencia infrahumana. ¿Qué será este pueblo, una vez que todos sus hombres hayan tenido acceso al Hombre? Entonces y sólo entonces sabremos lo que da de sí nuestro pueblo.
            Alfabeto, sí. Pan del alma. Ha dicho muy bien el Presidente, en una manifestación que, más que un decreto, parece un grito humano. Pero, al lado, y antes, pan del cuerpo; algo de bienestar, algo de alegría en el vivir físico. Lo uno va con lo otro, y como el bienestar no llueve del cielo, hay que solicitarlo desde el suelo mediante un juego de técnicas cuya base es el Abecedario. “Alfabeto y jabón”, decía hace años José Vasconcelos, pensando en la necesidad de reconstruir biológica y culturalmente nuestra sustancia humana. Alfabeto, pan y jabón, hay que decir. Y todo lo demás se os dará por añadidura.

                        II. Las características actuales y las futuras
En nuestro pueblo, como en todos, hay, pues, características manifiestas y cualidades posibles o latentes, que aún no se han revelado por las estrechas circunstancias de angustia vital en que nos desenvolvemos hasta ahora.
            Sobre las características manifiestas se ha hablado ya mucho. La cortesía, por ejemplo —dulce freno a la animalidad y escuela práctica de humanización para el hombre—, ha sido objeto de elocuentes y eruditas disertaciones. Ruiz de Alarcón, M me Calderón de la Barca y otros testimonios han sido citados al caso. Y se ha explicado, con razón, que ciertas mareas de grosería —bajo las cuales todavía se conserva el fondo vernáculo y provinciano de las suaves maneras— son efecto, por una parte, de pasajeras turbulencias sociales que, naturalmente, empañan las condiciones genuinas (pues no es posible, en medio de la guerra civil y con la pistola al cinto, seguir siendo el que antes se era); y por otra parte, son efecto de una evolución general del mundo. Las sociedades, montadas por decirlo así en la velocidad física, van demasiado de prisa para andarse con miramientos. Y mientras se encuentra un nuevo equilibrio entre la celeridad y la ceremonia, la gente, en todas partes, como que se ha vuelto algo ruda.
            Sobre los dones artísticos del mexicano se ha dicho también ya lo bastante. Barro, vidrio, paja, pluma, plata y oro, y las demás artes populares, hasta llegar a nuestra magnífica pintura; facultades musicales y líricas, también pasajeramente empañadas por la demanda de las nuevas industrias (radio, cine), demanda excesiva que tiende a hacer de nuestro canto un llanto monótono o un recitado tremulento y ridículo, todo ello producción adocenada y, esperémoslo, condenada a desaparecer…  Los dones artísticos del mexicano nunca han sido puestos en duda. Pero el arte, como el amor, es otro orden sagrado de la vida, arisco e irreducible, y compatible en mucho aun con la exasperación social y con los trastornos institucionales. Es, también, válvula por donde escapa el dolor, desquite contra la amarga existencia.
            Entre las características manifiestas y las virtudes latentes hay una gama intermedia de indicios, que nos permiten desde ahora sospechar algunos desarrollos futuros de nuestro pueblo, cuando se lo ponga en situación de crear en el bienestar.        
            Nos referimos a esa aptitud de discreción que, en la poesía, la crítica ha llamado el “tono crepuscular”; la aversión a las notas chillonas (salvo casos excepcionales, naturalmente); y que yo, por temor a las implicaciones de “decadencia” o “desvanecimiento” que la palabra “crepuscular” trae consigo, más bien llamé la tendencia a la mesura y a la rotundez clásicas. Que éstas me parecen ser, en efecto, las normas —más que eso—, las formas en que está vaciada el alma mexicana.        
            Vista la medalla por el reverso, obsérvese que, entre todos los pueblos de América —y a pesar de las apariencias y el desvío de apreciación que nuestros trastornos intestinos pudieron provocar entre quienes nos ignoran—, el mexicano es el menos “tropical” de los pueblos; entendiendo por “tropical” lo arrebatado y ciego, lo candorosamente confiado, lo excesivo en las manifestaciones sentimentales y en las palabras inútiles. El mexicano es reservado y sobrio, al punto que todos los demás países de América nos parecen algo desmedidos e ilusos (sea dicho con sana intención), sin exceptuar a los Estados Unidos, tan amablemente charlatanes; a los argentinos, tan fácilmente satisfechos; a los chilenos mismos, que se dan por los escandinavos del sur.  
            Pues bien: esta reserva, este freno, esta desconfianza, esta necesidad constante de la duda y la comprobación, hacen de los mexicanos algo como unos discípulos espontáneos del Discurso del Método, unos cartesianos nativos; y los disponen, para cuando llegue el día del bienestar, del acierto político, y el consecuente despliegue de las facultades hoy inhibidas, a ser un pueblo científico por excelencia.     
Lo cual no quiere decir que se pierdan, por eso, otras virtudes interiores y superiores de inspiración, hondura y recogimiento metafísicos. Ya lo presenciarán nuestros hijos, o los hijos de nuestros hijos.
Todo, México, 14.IX-1944.   


Reyes, Alfonso. “Reflexiones sobre el mexicano”. Los trabajos y los días. México: FCE, 1959. 421-424. Impreso. Letras Mexicanas. Vol. 9 de Obras completas. 26 vols.        

martes, 6 de mayo de 2014

Alma solitaria

Tarde o temprano llega el momento en el que la primera de muchas “almas caritativas” aparecerá para cuestionar tu soledad ‒como los minutos, las horas, los días… una tras otra, en cuanto comience a correr el reloj, no se detendrán‒. Te querrán separar de esa soledad que tanto amas y nadie comprende por qué. Y así, como el tiempo, harán estragos en su relación.

Empezarán por concretar citas para ti sin preguntarte: "Te voy a presentar una amiga [¿para qué? ‒te preguntaste‒], piensa y es como tú [entonces no querrá conocerme ‒pensaste‒], ya le hablé de ti, llega en unos minutos". Han pasado algunas horas, ya los presentaron oficialmente y terminaron de hacerse las preguntas de rutina “¿A qué te dedicas? ¿Dónde vives? ¿Ya viste [la última película de moda]? ¿Qué música te gusta?”, respondiste cortésmente y replicaste las preguntas para recibir respuestas que no te interesaban. Quizá sea hora de regresar a casa antes de que aparezca ese instante en el que una reunión cuenta con alguna anécdota memorable de la cual se habla por semanas y se recuerda. “¡Oh, sí! Fue cuando te presenté a […]”. Pero no has sabido retirarte a tiempo ‒una vez más, ver correr el vino gratis te ha jugado una mala pasada‒, te enteraste de que recién terminó una relación donde fue víctima de abuso de confianza ‒la engañaron pues‒, pero ya se está recuperando de ello, ahora sale con su maestro de [algo] y habla con él por horas ‒una muestra de amor puro y “fiel” según ella‒. Te han jodido bien, ahora cuentas con una “amiga” que te ve como su hermanita con la cual se puede confesar, un número más en su celular, próximos amigos en las redes sociales. Ni con el vómito derrochado por la calle podrás salir de esta, por lo menos has regresado solo a casa, ¿una pequeña victoria?     

Posteriormente llega el tiempo de citas dobles: una pareja "feliz", la amiga de alguno de ellos y tú. Después de muchas negativas accedes a salir de tu microcosmos para que se olvide el asunto de una vez por todas. Y ahí vas, esperando salir con estilo de aquel predicamento, esperas esquivar la bala de aquellas cacerías que tanto detestabas en la adolescencia ‒preferías disfrutar del paisaje‒.           
            Salen presas y cazadores a jugar, la ciudad se convierte en un bosque cuando desaparece el sol en el horizonte, pero tú prefieres abstraerte observando el paisaje. ¿Era tan difícil para los demás entenderlo? Sonríes, eres políticamente correcto, hasta cierto punto agradable, pero haces alguna observación con malicia para no pasar por alguien que quiere dejar una buena primera impresión. Pasan las horas, corren los tragos, las intervenciones del “alma caritativa” no ayudan, y eso es bueno, quizá puedas regresar a tu reinventado vientre materno antes de lo previsto. Al parecer no fue tan obvio para el juez que solo estabas ahí por los tragos.

‒ ¿Por qué no le dices nada?           
‒ ¿Qué le podría decir, "no hay nadie en el mundo más linda que vos"? En realidad ella está aquí por ti, sus ojos no pueden ocultar el secreto.                 
‒ ¿En serio…?

Esquivaste la bala, muy bien.

Y cuando por fin crees haber superado las citas imprevistas y dobles, aparece el consejo en el bar: "No estás para ser exigente, búscate una feíta [¿Como para qué, quién dice que ando buscando guapas o feítas?], no todas deben ser bonitas, inténtalo... a ver qué sale". Solo sonreíste, diste otro trago a la cerveza y callaste, te recriminabas haber aceptado la invitación a beber una cerveza con esa pareja, pero el calor daba para tolerar ese tipo de recomendaciones. Después te enteraste, aquel ser ilustrado había seguido su propio consejo, ahora se encuentra comprometido con alguien a quien no “ama” y, mucho menos, desea. Pero... “a ver qué sale”.  
           Al final las “almas caritativas” desisten en su intento por apartarte de sol… Claro, no sin antes insinuarte la sospecha de una ligera tendencia homosexual en tu vida. Respetarán tu decisión ‒les oíste decir‒. Por fin puedes estar tranquilo con ella, acompañados pero solos, tú y ella abrazados, te has entregado a la felicidad.       
            Mientras te escucho balbucear pierdes la mirada en el horizonte, como si las limitaciones de la visión humana no representaran un obstáculo para ti. A fuera el viento sopla y arranca las últimas hojas de los árboles, se acerca el invierno. Limpio el hilo de baba que se ha escapado de tu boca. De la calle sube un sonido de bastón, movimientos torpes delatan la inexperiencia para desplazarse de una persona ciega, sus pasos lentos e inseguros se escuchan adentro de la casa, ambos sabemos lo que eso significa… Tu burbuja de felicidad está por reventar. >>>



"No tengo muy claro el camino 
a dónde voy a dónde ir "



miércoles, 5 de marzo de 2014

De los placeres del amor

... apenas he conocido, involuntariamente, lo que alguna pareja imprudente ha compartido conmigo en el transporte público. Espero que algún día se den vuelta, me miren y pregunten: ¿Lo gozaste?

 −Sí, esa caricia perdida, el roce inconsciente, tu cabello posándose sobre mi libro distrayéndome de la lectura ¡me fascinó! ¿Podría participar documentando su danza, su lucha cuerpo a cuerpo?


En ocasiones envidio a esas parejas que logran abstraerse del mundo delegando lo obsceno al criterio del espectador. Me recuerdan a las aves en celo, libres en el cielo, entregadas al cortejo de apareamiento, altaneras en las alturas enumerando sueños rotos del ser humano. A veces con los ojos anhelo su pasión; otras las detesto.

"Va llegando la primavera".

martes, 4 de marzo de 2014

Cuando la pobreza atrae pobreza.

I
En época de vacas flacas, a mi madre le regalaron una bolsa de leche −de la desaparecida “CONASUPO”−. De esa leche, que nos nutrió en la primera infancia a mí y dos hermanos, conocíamos su sabor peculiar y desagradable. La única forma de consumirla, y no terminar vomitándola, era combinándola con arroz, lo que en el mundo de la repostería llaman “arroz con leche”. Pero mi Madre quería hacer un arroz con leche “especial”, ya que hacía mucho tiempo no lo probábamos. Esperó unos días para juntar un poco más de dinero y comprar los aditamentos que le darían al postre un sabor “que nunca olvidaríamos”.           
                Por fin llegó el día, todo era alegría en el espacio que llamábamos cocina. Mi madre puso a cocer en una olla con agua el arroz, una rajita de canela y azúcar; cuando el agua se evaporó, sacó del refrigerador la bolsa de leche, que alguna alma caritativa le obsequió, y la vertió en la olla junto al arroz, canela y azúcar −el hogar se impregnó de agradable aroma−; entonces, sacó una lata de leche condensada de marca ostentosa, y un puño de pasas –el toque distintivo que haría de ese día algo especial−, nos invitó a observar la culminación del proceso, agregó la leche condensada y pasas al mismo tiempo, se dispuso a mezclar los ingredientes con una palita de madera, pero la leche comenzó a subir rápidamente por la olla, desbordándose y ensuciando la estufa –herencia de algún pariente pudiente−, el espectáculo me recordó aquél experimento escolar en el que se simula la explosión de un volcán. No probamos el postre tan esperado.
                Resulta que la bolsa de leche, cuando se la regalaron a mi madre, tenía ya dos días de caducidad y para cuando compró los complementos ya tenía ¡seis más! Mi madre era de decir “a caballo regalado no se le ve colmillo” –Pero madre, revisa la fecha de caducidad por favor−, su fe ciega en la caridad humana y una deficiencia en el olfato hicieron que en la casa se desperdiciaran recursos, recursos que en días posteriores extrañamos.

martes, 28 de enero de 2014

Batallas bajo "El México".


I

En un mundo competitivo nos enseñan desde pequeños a querer ser el primero, “Maestra, ya termine” –preguntar ¿dónde está mi premio? y aplaudir como foca no era necesario en esa época −. Cuando me dicen: "eres el segundo que... alguien más ya...", me enojo. Fui tan bien adoctrinado –casi como un perro de Pavlov− que me rehúso a siquiera a terminar de escuchar ese tipo de frases.    
            El otro día, mientras esperaba para abordar el metro −apretado entre cientos de individuos−, miré a los de la primer fila posicionados donde se abrirían las puertas − ¡qué envidia!−. Conforme avanzaba hacia nosotros aquel monstruo de acero, ellos, los ganadores, los primeros, retrocedían mientras los perdedores empujaban hacia adelante, como hienas aprovechaban su ventaja numérica para arrebatar una pequeña victoria a quien espero y gasto energía.                 Hay algo en lo que no quiero ser el primero. No quiero ser el primero en sentir y escuchar el soplo estruendoso de la muerte acercándose por el túnel, mientras detrás empujan. Sólo quería subir al metro, ahora me mantengo al margen de la linea amarilla mientras veo pasar mi vida.




II
Recién empezando el año mis ganas por salir a la calle han disminuido, ya sea por el violento aumento en los costos del transporte público, el alza generalizada de precios o la violencia misma. Pero me he visto obligado a salir de esta burbuja por un dolor de muelas.              
                Al regresar de visitar al Terrorífico Sr. Dentista, tomé el metro pagué mis 5 pesos con rencor y me dispuse a llegar lo más pronto posible a casa. Pero frente a mí iban dos señoras como de 40 y 60 años, llevaban paso lento hacia las escaleras mecánicas que subían, tomé las fijas para evadir su lento andar. Subí unos escalones y escuché un grito pese a traer los audífonos puestos, volteé y las vi cayendo. La señora mayor se pego en la cabeza, las escaleras subían y ellas bajaban dándose de sentones intentando pararse. Otra señora, que venía atrás, corrió para auxiliar a las primeras me quedé congelado viendo aquel espectáculo desagradable−, pero no conseguían ponerse de pie, incluso iban a tirar a la tercera. Para cuando llegué a ayudar, ya sólo quedaba una en el suelo, intenté levantarla y la señora decía “joven… se me cayó mi mamá… deme la mano… jale fuerte”. Llegando a salvo al final de las escaleras nos dieron las gracias. Me sentí bien, creía haber hecho algo bueno.
                  Una duda inundo mi cabeza: ¿y si todo aquello era un espectáculo montado para bajarle la cartera a algún ingenuo? Un escalofrió recorrió mi cuerpo, me sentí agraviado y con pena para revisar los bolsillos, ya que aún se encontraban cerca algunos de los mirones que presenciaron el "acto heroico”. Dirigí las manos a los bolsillos y recordé, no uso billetera− toqué el celular, mp3 y el último billete para llegar a fin de mes. Otra vez sentí un escalofrió, ahora se trataba de la culpa, por pensar mal de las señoras en apuros. No pude evitar sentirme miserable.