Recuerdo, como si hubiera sido ayer, el día en que
Denisse me invitó a comer fresas con crema, “un postre por el cual adquirí un
gusto asombroso desde la niñez” decía ella. Acostumbrado a ver el color rosado
del tentempié me sorprendí al descubrir su presentación inmaculada, sin ningún
otro tinte. Ligeros relieves delataban al fruto rojo escondido bajo una leve sábana
blanca, no pude evitar pensar en los Dioses antiguos descansando y siendo abrigados
por dunas en algún desierto lejano.
Ahí estábamos Denisse y yo frente
a un desierto líquido y blanco. Volteé hacia ella, que se encontraba detrás, y
le lancé una mirada de extrañeza. Una ligera sonrisa se dibujó en su rostro,
colocó un cubierto en mi mano y con la suya lo dirigió al plato. Podía sentir
el calor de su mano enfrentarse al frío del cuchillo (¿o tenedor?), con su
mirada me invitaba a observar la acción. La obsesión fálica del mexicano ‒de la
que hablaba Samuel Ramos‒ hizo del cubierto una extensión de mi cuerpo cuando
ella posó su pecho en mi espalda, podía sentir al mismo tiempo la firmeza del objeto metálico y de sus
senos, su respiración cercana a mi oído, sus pezones enviando señales a mi
cuerpo. Ella, a diferencia de mí, conocía el desenlace de esa escena tantas
veces ensayada, actuaba con dolo para compartir conmigo el porqué de su gusto proveniente
del consumo de ese postre.
Se apartó de mí y se dirigió a
la silla situada enfrente. A través del vidrio de la mesa atisbé sus piernas engalanadas
en medias negras y calzadas con tacón alto, cabe mencionar: ¡eran dignas de un
buen catálogo de lencería! Como aquellos a los que, en la adolescencia,
manteníamos ocultos y exigíamos un fugaz momento de divertimento. Dirigí la
mirada al plato. Ahora la imagen era la de una fresa entre la crema mostrándose
cortada verticalmente a la mitad, podrían observarse sus líneas internas ‒producto
del lento desarrollo en algún huerto lejano‒. La posición de los fragmentos, su
simetría, y colores internos daban la impresión de estar ante cuatro labios
formando parejas horizontales y verticales.
Ahí estaba la fresa abierta,
herida, humillada. El líquido rojo, que de su pulpa emanaba, se abrazaba con el
blanco de la crema, se absorbían hasta alcanzar el rosa de mi infancia. Un rio
rojo fluyendo a través de un lago blanco, labios rojos y rosados incitándome a
no apartar la vista. Mientras tanto, el objeto perpetrador del crimen reposaba
olvidado e inerte al lado del plato, gotas rojas y blancas delataban su
fechoría, misma que, tarde o temprano, volvería a repetir sin recordar su
primer bautizo en ese ritual de sabores, olores, texturas y colores.
Levanté lentamente la mirada
hacia Denisse, al mismo tiempo ella intercambiaba de posición las piernas que, cuando
me abstraje observando el plato y todos los símbolos presentes, había mantenido
cruzadas. Descubrí a Eros debajo de aquel desierto blanco y ella en mis ojos el
fuego que ardía dentro. Mordió su labio inferior y dirigió su mano derecha por
debajo de la falda, abría las piernas y dejaba resbalar su cuerpo en la silla. Me
llevé los restos del sacrificio a la boca, un beso cazador...
A partir de entonces, comer
fresas con crema me remite inmediatamente a ella, esa chica de campo que recorrió,
asimiló e hizo suyas las calles de una ciudad que comenzaba a despertar. Cómo
olvidar su piel blanca iluminando la noche y deslumbrando al alba. Qué será de
ella. A cuántos más habrá iniciado en los goces terrenales y metafísicos con ese
postre ante la mesa. ¿Seguirá despidiéndose con un “hasta luego”?
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