viernes, 2 de enero de 2015

Fresas con crema


Recuerdo, como si hubiera sido ayer, el día en que Denisse me invitó a comer fresas con crema, “un postre por el cual adquirí un gusto asombroso desde la niñez” decía ella. Acostumbrado a ver el color rosado del tentempié me sorprendí al descubrir su presentación inmaculada, sin ningún otro tinte. Ligeros relieves delataban al fruto rojo escondido bajo una leve sábana blanca, no pude evitar pensar en los Dioses antiguos descansando y siendo abrigados por dunas en algún desierto lejano.   
            Ahí estábamos Denisse y yo frente a un desierto líquido y blanco. Volteé hacia ella, que se encontraba detrás, y le lancé una mirada de extrañeza. Una ligera sonrisa se dibujó en su rostro, colocó un cubierto en mi mano y con la suya lo dirigió al plato. Podía sentir el calor de su mano enfrentarse al frío del cuchillo (¿o tenedor?), con su mirada me invitaba a observar la acción. La obsesión fálica del mexicano ‒de la que hablaba Samuel Ramos‒ hizo del cubierto una extensión de mi cuerpo cuando ella posó su pecho en mi espalda, podía sentir al mismo tiempo  la firmeza del objeto metálico y de sus senos, su respiración cercana a mi oído, sus pezones enviando señales a mi cuerpo. Ella, a diferencia de mí, conocía el desenlace de esa escena tantas veces ensayada, actuaba con dolo para compartir conmigo el porqué de su gusto proveniente del consumo de ese postre.
            Se apartó de mí y se dirigió a la silla situada enfrente. A través del vidrio de la mesa atisbé sus piernas engalanadas en medias negras y calzadas con tacón alto, cabe mencionar: ¡eran dignas de un buen catálogo de lencería! Como aquellos a los que, en la adolescencia, manteníamos ocultos y exigíamos un fugaz momento de divertimento. Dirigí la mirada al plato. Ahora la imagen era la de una fresa entre la crema mostrándose cortada verticalmente a la mitad, podrían observarse sus líneas internas ‒producto del lento desarrollo en algún huerto lejano‒. La posición de los fragmentos, su simetría, y colores internos daban la impresión de estar ante cuatro labios formando parejas horizontales y verticales.   
            Ahí estaba la fresa abierta, herida, humillada. El líquido rojo, que de su pulpa emanaba, se abrazaba con el blanco de la crema, se absorbían hasta alcanzar el rosa de mi infancia. Un rio rojo fluyendo a través de un lago blanco, labios rojos y rosados incitándome a no apartar la vista. Mientras tanto, el objeto perpetrador del crimen reposaba olvidado e inerte al lado del plato, gotas rojas y blancas delataban su fechoría, misma que, tarde o temprano, volvería a repetir sin recordar su primer bautizo en ese ritual de sabores, olores, texturas y colores.    
            Levanté lentamente la mirada hacia Denisse, al mismo tiempo ella intercambiaba de posición las piernas que, cuando me abstraje observando el plato y todos los símbolos presentes, había mantenido cruzadas. Descubrí a Eros debajo de aquel desierto blanco y ella en mis ojos el fuego que ardía dentro. Mordió su labio inferior y dirigió su mano derecha por debajo de la falda, abría las piernas y dejaba resbalar su cuerpo en la silla. Me llevé los restos del sacrificio a la boca, un beso cazador...          
            A partir de entonces, comer fresas con crema me remite inmediatamente a ella, esa chica de campo que recorrió, asimiló e hizo suyas las calles de una ciudad que comenzaba a despertar. Cómo olvidar su piel blanca iluminando la noche y deslumbrando al alba. Qué será de ella. A cuántos más habrá iniciado en los goces terrenales y metafísicos con ese postre ante la mesa. ¿Seguirá despidiéndose con un “hasta luego”?

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