miércoles, 9 de marzo de 2016

Otro cuento de Pepito I


Se encontraba Pepito en el patio de la vecindad. Su padre había salido a trabajar, su madre al mercado y las vecinas se encontraban limpiando sus respectivos cuartos al ritmo de cumbia y banda. Conforme avanzaba el tiempo la guerra entre altoparlantes se intensificaba, pero al final nadie ganaba. Era día de escuela, pero, como cada mes, Pepito se había enfermando de la garganta, por lo cual faltó a clases. “¡Válgame el cielo, qué niño tan enfermizo!” le había dicho una vecina mayor a su madre la noche anterior después de solicitar un poco de azúcar y echar un ojo dentro del cuarto donde él se encontraba acostado intentando no tragar saliva y odiando a la sin rostro que había pronunciado esa frase.      

            Para pasar el día, Pepito se había enfrascado en conocer el secreto de las hormigas que formaban una hilera desde el patio y seguían hasta la tienda de al lado, donde Don Reyitos, el dependiente, tomaba su habitual siesta después de haber levantado la cortina y desayunado, guardaba energías para atender a los niños de la escuela primaria que se encontraba tan sólo a una calle, aún faltaban un par de horas para que salieran revolucionando la actividad de la calle, mientras, el viejo seguía reposando. Parecía una mañana cualquiera en una vecindad de un barrio tranquilo.

            Pepito observaba con asombro cómo las hormigas llevaban en forma organizada migajas de comida, ramas e incluso otros bichos más grandes que ellas. Mientras las veía pensaba en el Dios del que le hablaban la semana pasada en las clases de catecismo. ¿Así como él estaba observando a las hormigas Dios estaría viéndolo, quizá junto a Santa Claus? Una idea ilumino su mente, ésta era una buena oportunidad para demostrar cómo él era un niño bueno y, claro, no darle excusas a ese blanco regordete, barbón y canoso, como cada año, para no recibir regalos en navidad. Ahora las hormigas serían sus protegidas. Lo primero por hacer será alimentarlas, pensó.        

            Se dirigió a la cocina, buscaba y buscaba, hasta que por fin halló el festín para sus protegidas, ¡Qué difícil es encontrar una cucaracha cuando se le necesita! Procuró no pisarla demasiado fuerte ¿a quién le gustaría comer un batidillo? Con ayuda de una hoja de papel y un palillo acercó los restos de la cucaracha a la fila de hormigas, estas tardaban en acercarse a las viandas ofrecidas por su diosito Pepito. Primero la exploradora le daba unas vueltas, luego con movimientos rápidos parecía gritarles a las otras: ¡Pueden llevársela, está limpia!
            Diez o 15 hormigas llevaban en sus espaldas los restos de la que hasta hace unos momentos gozaba de poder pasearse a la luz del día cerca de un bote de basura. El gran esfuerzo que realizaban era evidente para Pepito, así que decidió intervenir una vez más, adelantaría unos metros a la cucaracha en la dirección que seguía la hilera de hormigas –la puerta de la vecindad−. Con la ayuda del palillo le daba le daba golpes a la cucaracha adelantándola unos pasos, otro golpe y listo. Ha ayudado en lo posible a sus protegidas, no quería convertirlas en cigarras. Una vez más aparece la hormiga exploradora y da el aviso de marcha, pero parece gritarle a Pepito: “¡Mira el desastre que dejaste atrás!”, algunas hormigas rodeaban los restos de sus finadas compañeras de labor y también se las echan al hombro.      
            ¡Qué hiciste Pepito! ¡Eres un niño malo! Se había condenado al infierno −del cual aún no distinguía si se trataba de un lugar donde se castigaba a los buenos o recompensaba a los malos−, ya le había dado una excusa a Santa Claus para no volver a traerle regalos otro año más. Sentía un vacío en el estómago y cómo todo a su alrededor crecía mientras él se hacía pequeño, pero retomaba la perspectiva del mundo en cuanto veía a las hormigas llevarse a sus compañeras muertas, “Las van a enterrar, ¡no, se las van a comer! ¡Caníbales!” Pensaba “¡ustedes también deben ir al infierno!”. En un acto de furia comenzó a aplastarlas, primero con los dedos, luego las manos y terminó dando de zapatazos en el piso, ¡pecadoras!, gritaba.  
            Pepito se detuvo cuando se dispersaron las hormigas buscando refugio de sus zapatazos. Su momento de cólera había desaparecido junto con el festín que había proporcionado y 15 o 20 hormigas más. En medio metro del patio se podía apreciar los restos de una lucha con poca resistencia. Pepito se dispuso a recoger los restos de la batalla y miraba de reojo esperando que ninguna de sus vecinas estuviera al tanto de la masacre, procuraba que un ataque de tos repentino fuera lo menos estrepitoso posible. Una a una iba acomodando a las hormigas muertas en una corcholata de cerveza que encontró tirada junto a una maceta.



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