viernes, 3 de julio de 2015

Día feliz.

Era un domingo soleado de primavera, los rayos del sol daban de lleno sobre la piel morena de los habitantes de la Ciudad de México. En un barrio al sur de la ciudad los niños dirigían sus oídos hacia un sonido familiar. A lo lejos se podían escuchar los altavoces de una camioneta que los incitaba a pedir dinero a sus madres y salir corriendo a esperar el momento en el que la melodía estuviera cerca. La ilusión del barquillo de galleta con una bola de helado cremoso en su interior era algo por lo que valía la pena dejar de ver caricaturas o patear una pelota, además, algunos ya habían madrugado para asistir a la iglesia y creían merecer una recompensa por tal sacrificio.       
            En la puerta de la vecindad se reunieron los chicos. El mayor de ellos, Edgar, recolectó las monedas e hizo un cálculo mental rápido. Les alcanzaba para dos helados y medio sin cono de galleta o uno y uno, frunció el ceño mientras miraba a los demás niños.

− ¡Chale! Tendremos que hacerle la chillona a la viejita. ¿Le pedistes lana a tu abuelita, Juan? –preguntó refiriéndose al más pequeño.
−Sí, pero me respondió que el dinero no crece en los árboles, o algo así. Le iba a vender mis tazos a Pepito, pero su mamá se puso a llorar cuando le pregunté por él…
− ¡Serás pendejo! ¿No supistes que se lo llevó el viejo del costal?          
− ¿Viejo del costal? –preguntó consternado Juan, mientas se formaba un remolino en su estómago y perdía la sensibilidad de las extremidades.

Edgar se atrevió a contar lo acontecido a Pepito el viernes pasado, los demás niños lo observaban con ojos de plato…           

Mientras tanto en una colonia cercana, al norte de la vecindad, un niño de cabellos rubios recibía su cono de galleta con dos bolas de helado, era el último en la fila. Linda, una anciana que irradiaba simpatía, acomodó las monedas en el despachador, le dirigió una sonrisa a Carlos, su esposo, y le dijo con optimismo: “¡Vamos, aún queda helado por vender!”. Él dejó de lado la revista con la que se entretenía mientras ella despachaba a los niños y puso en marcha la camioneta cuestionándose qué hacía ahí. Observaba en el espejo retrovisor su rostro huraño marcado con cicatrices, éste le recriminaba: “¿Qué haces aquí? No te rompiste el lomo toda la vida para pasar los fines de semana pegado al volante. Deberías estar en casa disfrutando del partido de la tarde y bebiendo una cerveza fría. Y tu mujer, tu mujer debería meterse en la cocina o tejer algo para los nietos mientras te bebes esa cerveza”.        

− ¡Carajo, se me antoja una cerveza! –le hizo saber a Linda sin dejar de ver el camino.
− Te lo prohibió el doctor. Tu hígado ya no soportará otra borrachera después de los meses que pasaste en cama por la inflamación del hígado… Además, esta actividad te beneficia más a ti que a mí. Gracias a Dios se les ocurrió esta gran idea a nuestros hijos. ¡Mira nada más qué color tienes! Te hace falta tomar sol y respirar aire fresco –lo miró con una sonrisa dibujada de oreja a oreja.     
−Mi hígado ya se repuso, han pasado varios meses y, si continúo exponiéndome así a los rayos del sol, corro más riesgo de morir por cáncer de piel que del jodido hígado.       
− ¿Acaso deseas un trasplante de hígado? Recuerda cómo se quedó tu padre esperando un donador.

Carlos se enjugó la frente y miró de reojo al retrovisor, ahí su rostro continuaba reprochándole la falta de valor para poner en su lugar a la mujer con quien 35 años atrás se había casado, si bien nunca le había levantado la mano, o al menos él no lo recordaba, sabía que podía hacer lo que le viniera en gana y ella sólo se limitaría a llorar sin lograr persuadirlo. Su reflejo le cuestionaba: Por qué dejaste que esos cabrones le metieran la grandiosa idea de comprar este vejestorio y pasar el resto de la vida repartiendo “felicidad a los niños”. Por qué no les propusiste visitarlos cada ocho días y pasar tiempo en sus casas una semana y una semana. Sólo los invitan y visitan cuando tienen la necesidad de que les cuiden a los nietos. Ese doctor debe estar muy satisfecho creyendo que te hizo un favor al prohibirte la bebida, ahora cómo vas a escapar de esta jodida realidad antes de que te visite la sin nombre. ¡Mierda, ya eres lo suficientemente viejo como para no darte ese lujo!  
            A su lado, Linda seguía platicando de los beneficios que las sonrisas de los niños producían en los adultos mayores como ellos.             

−Para en la siguiente esquina−dijo ella aún alegre. 
−Pero si esos niños nunca tienen ni para un bolillo, te van a pedir fiado y esto, de alguna forma, es un negocio. Imagina si comienzas a regalar helado, así como así, en unas semanas tendrás que vender el televisor para pagarle a los proveedores.     
−Si esos chiquillos desdichados tienen por lo menos un momento de felicidad a la semana, me arriesgaré.                    
−Pero no somos beneficencia, ¿a nosotros quién nos ampara? ¿Los cuervos que criaste nos desplumaron en cuanto pudieron? Deberíamos hacer ruta al norte en lugar de al sur, pero tienes que darte un baño de pueblo para sentirte mejor, ¿no es así? Sólo los ricos pueden darse el lujo de pensar en los demás, nosotros no…                    
− ¡Para ya! –le dijo mientras veía a los niños acercándose a la esquina donde generalmente se estacionaban.

Los chicos se acercaban sonriendo, mostraban sus enormes dientes blancos, parecían decir con ellos: Venimos en son de paz, no hagas caso de nuestra ropa maltrecha ni de nuestro color de piel.

Edgar ya tenía preparados los pesos en la mano y ensayadas las palabras con que intentaría convencer a Linda de hacerles un descuento y, por supuesto, esperando que ella se anticipara a ofrecer un pilón antes de que el viejo gruñón asomara sus narices.    
            La camioneta se encontraba a media calle de distancia, los niños saludaban. Del otro lado Linda les correspondía con su sonrisa. Pero en lugar de ver cómo la camioneta disminuía la velocidad, vieron cómo aceleraba dejando tras de sí una nube de humo negro.

− ¡Ese pinche viejo jotoputomaricón, ojalaí se muera! ‒Soltó Edgar para después silbar una mentada de madre.             
−A lo mejor ya no tenían helado –dijo Juan.           
− ¡Huevos qué! ¡Ese pinche viejo otra vez! –agregó Edgar intentando disimular el nudo que se formaba en su garganta.        

Los niños se habían colocado a mitad de la calle para seguir con la mirada a la camioneta, vieron cómo dos cuadras adelante ésta doblaba a la izquierda sin disminuir la velocidad. La tonada del camión de helados rápidamente se hizo imperceptible. Así que, desilusionados, algunos decidieron ir a jugar vida y vida en las maquinitas, otros se apresuraron a regresar antes de que sus mamás fueran a mostrarles la chancla y recordarles el quehacer.         

− Te dije que pararas en esa esquina –gimoteaba Linda mientras enjugaba sus lágrimas. Se encontraba en el asiento del copiloto con la puerta abierta y su cuerpo dirigido hacia la acera.         
− ¡Y yo te pedí que te callaras! –Les respondió Carlos que le daba la espalda desde la banqueta mientras se dirigía al dependiente del depósito de cerveza‒: Joven, ¿qué llevan sus micheladas?





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