domingo, 23 de agosto de 2015

Libertad para los pigmeos.

Me asomé por la baranda del edificio para arrojar el humo del cigarrillo después de haberme entregado al placer del onanista en una vida de soledad. Siempre me había gustado dar la primera bocanada aún con la mano tibia y apreciar las pieles que pasaban por la calle después de recoger a sus hijos de la escuela. ¡Ah, las jóvenes-madres-solteras! Ya me ponía saber que estaban caladas, tanto o más que su fuerza y debilidad por entregarse al valle de lágrimas protegiendo a sus criaturas, pero al sumarle la idea de no cambiar pañales… uufff… Regresaré a la computadora en busca de MILFs amateurs.               
            Giré sobre los talones de regreso a mi cuarto de azotea, pero atisbé la casucha de enfrente. A través de sus ventanas con vidrios rotos vi a mi vecino: un fracasado que a los 35 años aún vivía con su madre, ella salía a trabajar por las mañanas mientras él se encahuamaba con los pesos que ella le dejaba para pagar pasajes e impresiones de currículums en su eterna búsqueda de un trabajo digno −se quitaba el pan de la boca para alimentar a su Dioniso−. Vaya perdedor, mírenlo ahí en calzoncillos vapuleando con una regla el cuerpo desnudo de una… ¿niña? Momento, algo anda mal aquí, ¡la tiene amarrada a la cama! ¡Qué hijo de puta!         

            Corrí a sacar el bate que guardo debajo de la cama. Bajé corriendo las escaleras y crucé la calle. Pateé la puerta de la vecindad que no opuso resistencia alguna, subí las escaleras maltrechas, topé con otra puerta frágil y, antes de que mi vecino pudiera decir algo o subirse los calzoncillos, ¡PAF! Golpe seco en el cráneo. ¡Toma, puerco! ¡Te voy a meter este palo en culo, asqueroso!         
            El cuerpo de aquel mal parido yacía en el piso, una mancha de sangre avanzaba lentamente por el suelo. “¡Mala hora la que escogiste para entregarte a la inmundicia teniéndome tan cerca, cerdo!”, le gritaba mientras él se retorcía como las reses en el matadero después de su dosis de aire comprimido. La sangre alcanzó un brasier que yacía junto al cuerpo ya inerte. Entonces, una voz chillona me despertó del ensueño de titulares en que me encontraba: "Joven héroe rescata a una niñita inocente de las manos de un pedófilo", "El héroe de la San Simón", ¡oh, sí!
− ¡Qué haces, imbécil! – le alcancé a oír pese al alto volumen de los parlantes desde donde se escuchaba una odiosa canción de reggaetón.           
−Tranquila, hija, vas a estar bien –intenté sosegarla−, ya todo terminó.     
Volteé y vi a la niña aún atada, desnuda y boca abajo sobre la cama. Sólo la cubrían sus pantaletas a mitad de las piernas. ¡Carajo! Debí apresurarme, lo lamenté y me dispuse a desatarla un tanto decepcionado.            
            Fue entonces que ella se quitó sin esfuerzo alguno las ataduras mientras seguía gritando improperios a diestra y siniestra. Yo mantenía la mirada fija en el piso como pidiendo perdón. Cuando ella se incorporó pude observar su pecho de mujer, un tanto vencido por la gravedad, sus caderas anchas y más abajo su vello púbico con un depilado que me recordó el bigote de Hitler –contuve una carcajada−. Dirigí la vista rápidamente a su rostro, descubrí en él rasgos infantiles y el cutis de una vida de muchas batallas.            

            Antes de que pudiera decir alguna palabra justificando mi actuar, en la puerta aún abierta, aparecieron las sombras de los habitantes de la vecindad. La mayoría eran familiares del… ¿muertito? Sólo pude observar el primer puño acercándose a mi rostro, después un calor abrasador invadió mi cuerpo y me entregué a los sueños-pesadillas, una tras otra.  
            Al siguiente día en los periódicos de nota roja el titular lo ocupó el heroico rescate que los guardianes del orden hicieron de este ¿asesino? “Sólo quería hacer el bien”, pensé cuando pude echarle un ojo a la publicación.            
            Al recobrar la consciencia en el sanatorio, lo primero que de mi boca escucharon las enfermeras fue una larga carcajada que alteró la paz del recinto, de mis ojos se escapaban lágrimas alegres. ¡Oh, diosito! Eres tan generoso que inundas mi cuerpo con esta alegría y dicha de poder reírme del infortunio. ¡Vaya, quería salvar a ese gnomo de una violación, pero quién iba a salvar a mi vecino si preñaba a ese pigmeo! Como veía las cosas: ¡le había hecho un puto favor!  −de pinches nada−. Inmediatamente una enfermera se encargó de informarme cómo la turba me arrastró unas calles para alejarme de la Iglesia −no los fuera a castigar diosito por lo que me iban a hacer, pensé−, ahí fue donde la pericia de los policías hizo posible mi rescate: “¡Háganse pa´trás o se los carga la chingada!”, gritaba un policía mientras les apuntaba con su arma, me contaba ella excitada por ser la primera en tener la oportunidad de ponerme al tanto. La enfermera antes de retirarse me proporcionó una copia del diario.         
            Unas semanas después del incidente, ya con mejor ánimo, pude leer en el cuerpo de la nota que la muchedumbre había dispuesto de un buen árbol para enviarme calcinado al otro mundo como al peor de los rufianes −no tendrán para comer, pero acceso a gasolina no les faltó−, al parecer la justicia la dejarían en manos de Dios. Pasé horas observando detenidamente las imagines del periódico que salpicaban sangre y reconocí en ellas a uno de los policías, era el cuate de juergas de un tío, ¡alabado sea! Ya no les pondré jetas cuando lleguen todos pedos a la casa tirando balazos en año nuevo.          
            Con mucho cuidado recorté, doblé y guardé la publicación junto a las pocas pertenencias que tenía en el sanatorio, se trataba de un nuevo recuerdo para agregar a mi caja de triunfos personales, ya sólo me quedaba una duda: ¿Cuándo podré regresar a casa y entregarme por entero al cascabeleo?



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