miércoles, 17 de febrero de 2016

MUJERES Y HOMBRES ENAMORADOS

Loreta estaba separada del marido, una separación traumática que la llevó a jurar que nunca más se fijaría en ningún hombre, porque todos eran unos estúpidos, traidores y egoístas. No salía de casa, a no ser para llevar a su hija a fiestas infantiles a las que acudieran pocos hombres, tipos bonachones y aburridos que bebían pacientemente sus cervezas mientras las esposas se cuidaban de los chiquillos. Pero Loreta sabía que cuando volvieran a casa con sus mujeres iban a actuar con la misma brutalidad y falta de consideración que su marido. Las esposas, para ellos, no eran más que sirvientas sin derechos laborales.
Luís frecuentaba las mismas fiestas que Loreta. Cuando murió su mujer, Luís no hizo ningún juramento, pero dejó de interesarse por las otras mujeres y se dedicó a cuidar a su hija, de ocho años, por quien hacía todos los sacrificios, entre ellos el de acudir a aquellas fiestas infantiles, todos los sábados, con la pandilla de escolares, las vecinas, las amigas de las vecinas, las amigas de las amigas del colegio. Había sábados en que la hija era convidada a más de una fiesta.
Había pasado ya un año desde que hizo su juramento cuando Loreta notó la presencia de Luís en una de aquellas celebraciones infantiles. Y, contra su voluntad, se sintió atraída por él. Pero Luís ni siquiera reparaba en la presencia de Loreta, aunque coincidieran frecuentemente. Las hijas eran de la misma edad e iban a la misma escuela.
Loreta percibía que, a pesar del cariño de Luís por su hija, no le gustaban las fiestas infantiles, cosa comprensible, pues parecían inacabables con sus seis horas de duración media, de los altavoces salía sólo música ensordecedora, los animadores eran gente incansable que inventaba juegos y soplaba silbatos estridentes, las luces muy brillantes, los chiquillos gritones, las madres vociferaban, era, pues, lógico que Luís estuviera allí sin ánimo siquiera para levantarse de la silla, donde se sentaba en cuanto llegaba para permanecer horas allí, paciente y ensimismado.
Pese a que Loreta hacía lo posible para atraer la atención de Luís —las madres participaban también en los juegos, y muchas lo hacían aún con más entusiasmo que las hijas—, él parecía ni enterarse de la existencia de ella. En una ocasión, fingiendo que danzaba y cantaba una música con un refrán que decía bum-tchi-bum-tchicum-bumbum, o cosa parecida, Loreta se dejó caer sobre Luís, que oyó las disculpas de Loreta sin mirar siquiera para ella.
La atención de Loreta por aquel hombre callado y distante aumentaba semanalmente. Buscaba la manera de sentarse a una mesa próxima a él y, al menos, en eso siempre la favorecía la suerte. Pero, pese a estar allí al lado, Luís ni reparaba en ella. Un día, Loreta derramó un vaso de Coca-Cola sobre él y empezó a limpiarlo con un pañuelo que sacó del bolso, y Luís dijo sólo, déjelo, no se preocupe, sin mirar para ella. Loreta hizo otras tentativas, tropezó con la silla en la que estaba sentado Luís, le preguntó ¿quién está cantando eso? Hace calor, ¿no?, y otras indagaciones bobas, pero él seguía ajeno, absorto en sus pensamientos, esbozando sólo una sonrisa melancólica.
Después de largo tiempo, Loreta concluyó que sus esfuerzos eran vanos; y ella, a quien tanto le gustaba bailar, acabó quedándose sentada, aburrida, comiendo compulsivamente los dulces y los salados que sirven en esas fiestecillas. Una amiga le preguntó ¿qué te pasa? No era una de las amigas íntimas de Loreta, era sólo una conocida, las hijas de ambas estudiaban en la misma escuela, pero aquella pregunta le vino como caída del cielo, Loreta necesitaba aliviar el peso de su corazón.
Estoy enamorada.
Al fin, eso está bien, dijo la amiga, que se llamaba Paula.
Pero él no muestra ningún interés por mí.
Eso es duro, querida, no hay cosa peor. Lo sé por experiencia. ¿Recuerdas aquel chico que estaba conmigo en la fiesta del sábado pasado?
Loreta no lo recordaba. No veía a ningún hombre ante ella a no ser Luís.
Se llama Fred, a él tampoco le gustan los niños, a ningún hombre le gustan, a los hombres lo único que les gusta es el fútbol y la tele, ¿te acuerdas de mi ex? Nunca fue a una fiesta de la niña, pero Fred ha venido ya algunas veces, aunque la niña no es suya. Cuando lo conocí, ni me miraba, pero yo me dije, ése es el hombre de mi vida, puede que sea más joven que yo, tendrá diez años menos, pero va a ser mío. Y lo conseguí. ¿Sabes cómo?
Si me lo cuentas…
No lo creerás…
Vamos a ver.
Una santa me ha salvado la vida. Tú creerás que es una bruja, pero es una santa. Fui a consultarla, y no utilizó ni caracolillos, ni miró una bola de cristal, ni una baraja, ni nada. Tú ya sabes que a mí me encantan esas madames que leen las rayas de la mano y hacen pronósticos, hay una en la calle de la panadería, madame Zuleyma, yo fui una vez, pero no valía la pena. Pero ésta, madre Izaltina, no se llama madame tal o cual, sólo madre Izaltina, pues ella, después de oír lo que yo tenía que decir sobre el hombre de quien estaba enamorada, me bajó el párpado de abajo de mi ojo, lo mismo que hacen los médicos para ver si una está anémica, preguntó otra vez cuál era el nombre de Fred y me pidió que le llevara un poco de cera de la oreja de él. Si conseguía eso, me dijo, el hombre quedaría aún más enamorado de mí que yo de él.
¿Cera del oído? Qué cosa más rara. ¿Cómo conseguiste la cera del oído?
Ése fue el problema. Yo quedé atontada, sin saber qué hacer. Un día lo vi en un bar tomándose una caña. Me senté a una mesa al lado, indecisa. Me sentía ridícula, pensaba que estaba gorda y que era ya vieja, y decidí pagar mi cuenta y marcharme. Al abrir el bolso vi que llevaba una caja de algodoncillos que no sé cómo estaba allí. Era una coincidencia muy extraña. Saqué un algodón, me senté a la mesa de él y le pregunté. ¿Puedo sacarle un poquito de cera del oído?
¡Qué horror! ¿Eso hiciste?
Estaba desesperada.
¿Y qué dijo él?
Me miró, sorprendido, pero luego se echó a reír, y respondió volviendo una oreja hacia mí, sírvase, me llamo Fred. Pero él tiene un dragón tatuado en un brazo y un corazón en el otro, y allí pone amor de madre, esos tipos que llevan dragones tatuados y amor de madre son imprevisibles, lo supe luego. Le saqué la cera del oído con el algodón, con mucho cuidado para no aplastarla, le di las gracias y me marché de allí a toda prisa. Le di el algodón a la santa. Ella me dijo que esperase una semana. Al cabo de una semana tropecé con Fred en la calle, fingiendo un encuentro casual. Él me agarró del brazo con fuerza y me dijo, vamos a tomar una caña. Aquel mismo día ya nos acostamos, y el amor que siente por mí es cada vez más fuerte. Alucinante.
¿Cera del oído?
¿Quieres la dirección de la santa? Es en la calle del Riachuelo, en el centro de la ciudad.
Paula le dio la dirección a Loreta, advirtiéndole que la santa hablaba de una manera rara.
El lunes siguiente, Paula fue a la dirección de la calle del Riachuelo. Nunca había estado en aquella parte de la ciudad, sólo conocía la Barra de Tijuca, donde vivía, y un poco de Leblon y de Ipanema. Aquellas calles le parecieron feas, la gente mal vestida, se sentía un poco temerosa, pero, incluso así, llena de curiosidad. Al cabo de un rato empezó a sentir cierto encanto en aquellas casas bajas y antiguas que ostentaban en las fachadas fechas y figuras en altorrelieve.
Subió las escaleras de madera donde vivía la mujer a quien Paula llamaba santa. Llamó a la puerta y fue recibida por una figura que no le pareció exactamente una mujer, que no era ni gorda ni flaca, o, mejor dicho, tenía el rostro flaco y el cuerpo voluminoso, o quizá era sólo que sus pechos eran enormes, pero los brazos eran finos, y, normalmente, quien tiene el brazo fino tiene fina la pierna. Los ojos eran profundos y estaban bordeados de ojeras coloradas, las mejillas hundidas.
¿Es usted la madre Izaltina?
Entra, misifia, dijo la mujer. Loreta ya había sido advertida por Paula de que la mujer hablaba de un modo raro.
Entró en una sala llena de muebles viejos, sillones con el tapizado andrajoso, cortinas oscuras y pesadas en los ventanales, una jaula con un pajarillo, una televisión antigua.
Siéntate, misifia, dijo madre Izaltina. Te late muy fuerte el corazón…
Loreta se sentó. Se dio cuenta de que su corazón estaba realmente desbocado.
Fue Paula quien me habló de usted.
Ummmm, rezongó la vieja, ¿y cómo es el nombre de misifia?
¿El qué?
Tu nombre, misifia.
Loreta.
Ummmmm. ¿Y el del hombre?
Luís.
Ummmmm.
La expresión de madre Izaltina puso a Loreta nerviosa. Desvió la mirada hacia la jaula del pajarillo.
No es un pájaro de verdad, misifia, pero canta. ¿Quieres oírlo?
Madre Izaltina se levantó, accionó un mecanismo que había al lado de la jaula e inmediatamente el pájaro empezó a cantar. Luego, mientras el pájaro cantaba, madre Izaltina se acercó y colocó las dos manos abiertas en la cabeza de Loreta, que, pese al miedo, permanecía inmóvil.
Déjame ver, déjame ver, dijo madre Izaltina apretando las manos y alborotando un poco el pelo de Loreta, Ummmm…
Tras rezongar un poco más, madre Izaltina pasó la mano por el rostro, por el cuello, los brazos, las piernas y el pecho de Loreta, que estaba convencida de que iba a desmayarse.
La piel, misifia, gana del cabello, la piel gana del ojo, la piel gana de los dientes, la piel gana de todo lo que brilla o de lo que no brilla, de todo lo que aparece o se oculta en el cuerpo. Hay dientes postizos, pelo postizo, ojo postizo, todo eso puede una comprarlo en una tienda, pero la piel no.
Eso lo entendía Loreta, pero poco a poco empezó madre Izaltina a decir cosas incomprensibles en una lengua estropajosa, con exceso de misifia, repetido varias veces, y Loreta tampoco sabía qué significaba aquello.
Es eso, misifia, dijo madre Izaltina dejando su plática.
Perdone, madre Izaltina, pero de todo eso no he entendido nada.
Misifia, tienes que orinar en la pierna del hombre, por encima de la rodilla.
No entiendo, dijo Loreta confusa.
Tienes que mear en la pierna del hombre, por encima de la rodilla.
Durante un largo rato, Loreta permaneció callada, sin saber qué decir, fingiendo que miraba para la jaula del pajarillo.
¿No serviría un poco de cerumen de la oreja?, preguntó al fin.
Misifia, la cera de la oreja es para otro tipo de hombre. El tuyo es diferente. Sentí cómo es el hombre cuando pasé la mano por tu cabeza y por el pecho, que son los lugares donde él se ha alojado.
¿Y ahora?
¿Qué quiere decir ahora? Ahora, misifia, te vas y tu cuerpo está envuelto en humo, lo veo, es una humareda de color rojizo, realmente. ¿Quieres un vaso de agua?
¿Cuánto le debo?, preguntó Loreta abriendo el bolso.
Ya hablaremos después, misifia, cuando la cosa esté hecha.
Loreta bajó las escaleras y fue andando por la acera como una sonámbula. Al fin, encontró un taxi.
Soy idiota, pensó, cuando vio el mar por la ventanilla del taxi.
Al llegar a casa buscó el teléfono de Paula, pero no lo había anotado. Llamó al colegio de las niñas y allí consiguió el número.
Paula, esa vieja está loca. Lo tuyo debe de haber sido una casualidad.
No está loca, no, es una santa. Conozco otros casos. ¿Conoces a Lucinha? También ella quería enloquecer a un hombre y fue a ver a la santa. Hoy, el fulano está de rodillas a los pies de Lucinha.
¡Pero Lucinha está casada!
¿Y qué tiene que ver eso? No me vas a decir que tú, cuando estabas casada, no le pusiste los cuernos, al menos una vez.
Yo, nunca.
¿Cómo es posible? Yo sí lo hice, y no sólo una vez. Mira, esa historia de Lucinha tiene que quedar entre nosotras, ¿eh? Si se entera el marido, los mata a los dos. Dicen que ya mató a uno, cuando vivían en Mato Grosso. No se lo digas a nadie, prométemelo.
¿Pero a quién podría decírselo?
Qué sé yo. ¿No te lo he dicho yo a ti?
Ya te he dicho que no te preocupes. ¿Quieres que te lo jure?
Calma. ¿Y qué fue lo que la santa te mandó hacer? ¿Cera del oído? Con Lucinha fue un moco seco, ¿qué te parece? Un poquito de moco seco de la nariz del hombre. Lo que debió pasar Lucinha para sacar un moco seco de las narices del hombre. Yo tuve suerte con que sólo fuese cera del oído.
Pese a que lo de orinar era menos ridículo y hasta menos repugnante que lo del moco seco, Loreta no tuvo valor para decirle a Paula que la santa le había dicho que tenía que mear en la rodilla de Luís para que el encantamiento resultara. Y aparte de todo, Paula era una charlatana, y seguro que luego se lo contaba a todo el mundo. Loreta estaba ya arrepentida de haber tomado a Paula por confidente.
No, ella no me mandó hacer nada. Dijo que lo va a pensar y que ya me lo dirá después.
¿Que lo va a pensar? La santa me resolvió el problema en cinco minutos. Lo tuyo debe de ser más complicado. Tú eres una mujer complicada, no sé si él también lo es, pero tú eres muy complicada.
No me cobró nada.
La santa cobra sólo cuando la cosa acaba bien, pero entonces vas a ver… No sé qué hará con el dinero, la casa se le está cayendo a pedazos.
La entrevista de Loreta y madre Izaltina tuvo lugar un lunes. El sábado siguiente habría una fiesta de cumpleaños de una chiquilla en el salón de uno de los pisos del bloque y seguro que Luís comparecía con la niña.
Dios santo, dijo Loreta en la mañana del sábado mirándose al espejo, dos noches sin dormir, mira qué horrible tienes la cara, poco me falta para ser como aquella bruja. Aquella bruja era la madre Izaltina, la santa de Paula, que le había encomendado una tarea imposible de realizar. ¿Cómo iba a poder orinarse en la pierna de Luís? Una cosa es sacarle a alguien cera del oído, y otra muy distinta es acercarse a un hombre, a cualquier hombre por mucho tatuaje que llevara, y decirle ¿me permite orinar en su rodilla?
La tarde de aquel sábado llegó desesperada Loreta a la fiesta infantil. Se había puesto todo el maquillaje posible al caer la tarde para no parecer una de las muchas cotorras que estarían allí presentes, y llevaba su vestido más provocador, uno que mostraba el contorno de sus caderas y de su trasero, que seguía siendo milagrosamente pequeño y firme. Pero Luís no la miró ni una vez. ¿Cómo iba a hacer aquella cosa horrible que madre Izaltina le había pedido? Imposible. Loreta quisiera morirse y se pasó la fiesta entera atiborrándose de pastelillos, de frutos secos y de refrescos.
Cuando murió la mujer de Luís, él dejó de interesarse por las otras mujeres hasta conocer a Loreta en una fiesta infantil. Él odiaba las fiestas infantiles, aquella música, los adornos de los salones, odiaba a los animadores, a los niños, a las madres de los niños, odiaba los pastelitos, y las almendras. Lo odiaba todo. Pero su hija organizaba una llantina, y al fin él decía, está bien, te llevaré otra vez, pero ésta es la última, no voy a aceptar más chantajes, de nada te va a servir llorar hasta derretirte.
Pero acababa cediendo, y llevaba a la hija a las fiestas, se sentaba en una mesa echando pestes y maldiciendo para su camisa, pandilla de hijos de puta, y eso abarcaba a madres, animadores, camareros, maestras y chiquillas, excluida la suya. Hasta que vio a Loreta y se enamoró de ella, algo que siempre pensó que jamás iba a ocurrir tras la muerte de su mujer.
Luís no era hombre dado a lecturas, a no ser libros de pensamientos y máximas, y muchas se las sabía de corrido por contener verdades eternas. Una de ellas era de Miguel de Cervantes, viejo escritor español: la inclinación natural de la mujer es desdeñar a quien la quiere pero amar a quien la desprecia. En consecuencia, aquella mujer no se tenía que enterar de que estaba enamorado de ella. Pero ¿cómo conquistarla? Lo cierto es que no podía correr el riesgo de que Loreta descubriera el amor que sentía porque eso lo echaría todo a perder como había advertido el maestro español desde lo alto de su sabiduría.
Después de haber encontrado a Loreta, el comportamiento de Luís cambió. Ya el jueves, y a veces incluso el miércoles, le preguntaba a la hija ¿va a haber fiesta el sábado?, ¿quieres un vestido nuevo? Cuando llegaba a la fiesta se sentaba en una mesa próxima a la de la amada, cosa fácil pues el destino parecía colocarlos siempre en mesas contiguas. Se mantenía indiferente, reservado, repitiendo mentalmente el aforismo del español, con un aire apático ensayado ante el espejo, aunque su corazón latía desenfrenado. Loreta, ése era su nombre, tampoco parecía notar la presencia de él. En una ocasión lo pisó en el pie, en otra derramó un vaso de Coca-Cola en su traje, era una mujer de aspecto soñador, había algo de sublime en ella, incluso cuando bailaba aquellas músicas de moda, tan vulgares. Pero él había notado también que, últimamente, Loreta permanecía sentada, atiborrándose de dulces y saladillas. Sentía ganas de decirle que no comiera aquellas porquerías, que tenía un cuerpo muy hermoso y que iba a engordar, a volverse culona como la mayoría de las madres que asistían a aquellas fiestecillas, y como decía Samuel Johnson, quien no presta atención a su barriga no le presta atención a nada. Es decir: hay que saber comer, que el comer no es algo que haya que hacer distraídamente como hace la gente cuando se atiborra de dulces, salados y demás porquerías. Comer tiene que ser un placer y no algo que sirva sólo para dilatar la panza y para que crezca el culo y las tetas se le arrastren, y la mujer que no entiende eso es que no entiende nada, no ve que su vida ha sido destruida. Pero eso era una cosa suya, Samuel Johnson no había llegado a tanto, pero la manera correcta de entender una máxima es desarrollarla de acuerdo con el buen sentido y la experiencia de cada uno.
En las fiestas, Luís no hablaba con nadie. Estaba siempre planeando el recurso ingenioso que iba a utilizar para conseguir un contacto prometedor con Loreta. Como decía el español aquel, amor y guerra son lo mismo, estratagemas y diplomacia se permiten tanto en uno como en el otro. ¿Pero cuál podía ser la estratagema?
Un día, un tipo melenudo pidió permiso y se sentó a la mesa de Luís.
¿No siente usted ganas de estrangular a toda esa chiquillería?, preguntó el melenudo.
Entre ellas está mi hija.
Está bien, sacamos a su hija de la lista, yo no sé quién es pero seguro que es una buena chiquita. Pero a las otras, dígame la verdad, ¿no las estrangularía a todas?
Luís entró en el juego.
¿Y no sería mejor meterlas a todas en una jaula?
Seguirían gritando igual.
Es verdad. Pero podríamos enjaularlas amordazadas, ¿qué le parece?
Eso está mejor. Me llamo Fred.
Yo, Luís. Encantado.
Siempre lo veo meditabundo, cabizbajo, sentado solo en la mesa sin mirar a las mujeres. Esto es un vivero, amigo, está lleno de mujeres esperándonos. No falla. ¿Cuál es su problema? ¿Está enamorado de una mujer que no le hace caso?
Sólo veo mujeres que no me interesan nada, dijo Luís. Aunque… —y se inclinó para susurrarle algo a Fred—, esa rubita de ahí al lado sí que me parece interesante.
Fred miró de soslayo. Sé quién es. Se llama Loreta. Compañero, esa mujer es imposible, fría, frígida como decían antiguamente. A veces hasta me parece que tira para el otro lado. Búsquese otra.
Pero yo no quiero nada con ella, dijo Luís, sólo hablé por decir algo.
En la fiesta siguiente, Luís se encontró de nuevo con Fred. Éste estaba en la misma mesa de Loreta con otra mujer. Por un momento se ausentaron las dos y Fred fue a hablar con Luís.
¿Esa mujer que te gusta viene por aquí?
No, ella, ella es de São Paulo.
Hay muchas paulistas que están muy buenas. ¿Y no te hace caso?
No me hace caso.
¿Has visto aquel pedazo de mujer que estaba en la mesa conmigo? No hablo de la rubita tortillera.
No parece tortillera.
Pues, al menos, es frígida. Pero la otra: ¿La viste? ¿La viste? Un buen bocado, amigo. El caso es que yo estaba obsesionado por ella, pero nada, para ella como si yo no existiera. Y busqué la manera de conseguirla. Cuando lo hice, y ya la primera vez que nos encontramos, fue ella quien me arrastró a la cama. Pero antes tuve que arreglármelas.
Arreglártelas ¿cómo?
Fui a una mujer, una especie de bruja que consigue que la gente se enamore. Fui a verla y le conté mi drama, no se lo conté todo, pero aquella mujer es un águila. Hice lo que me mandó. ¿Sabes qué era?
No.
La bruja dijo que yo debía hacer que la mujer aquella me sacara cera del oído. Yo le respondí: ¿Y cómo puedo lograr esa hazaña? Me parece imposible. Y la vieja me respondió, nada, usted no tiene que hacer nada. Y eso fue lo que hice, nada. No olvides que Paula no quería saber nada de mí. Un día, estaba yo tan tranquilo en el bar y llegó ella y me sacó cera del oído con un algodoncillo, y luego salió a toda prisa. Cuando nos encontramos de nuevo, fuimos directamente a la cama, Paula estaba loca de amor por mí. ¿Quieres la dirección de la bruja? Vive en la calle del Riachuelo, en el centro. Se llama madre Izaltina. Pero te lo advierto, habla de una manera rara, dice cosas que uno no entiende. Y sólo pasa factura después de hacer el milagro.
Luís fue a ver a madre Izaltina en la calle del Riachuelo. Él conocía bien el barrio porque, antes de irse a vivir a la Barra, había residido allí cerca, en el Barrio de Fátima, aunque después fue mejorando económicamente y de Fátima pasó a Tijuca, y de Tijuca a Botafogo y, al final, de Botafogo a la Barra.
Madre Izaltina abrió la puerta.
Entra, misifio, siéntate ahí.
Él se sentó, torpe, sin poder mirar a la cara a la bruja. Era una mujer flaca con la piel toda en colgajos, y sus ojillos profundos parecían los de un animal que él había visto en la tele.
¿Quién te ha hablado de mí, misifio?
Un amigo que se llama Fred.
Ummmmm. ¿Y cómo te llamas tú, misifio?
Luís.
Ummmm. ¿Y la moza?
Loreta.
Ummmmm, ummmmm, dijo madre Izaltina, mirando hacia una jaula en la que se veía un pajarillo que parecía enfermo. Estuvo callada algún tiempo.
Saca la lengua, dijo al fin madre Izaltina.
¿Qué?
Sí, la lengua. Eso que misifio tiene en la boca.
Luís sacó tímidamente la lengua.
Más, más, que así no lo veo todo, misifio.
Luís abrió la boca y exhibió la lengua cuanto pudo.
No puedo más, dijo a punto de ahogarse.
El problema es serio, misifio.
Lo sé, para ella ni existo.
Misifio, la moza va a tener que hacer algo contigo.
No comprendo.
Va a tener que hacer algo contigo.
¿Conmigo?
Tendrá que orinar en tu pierna, encima de la rodilla.
¿Qué?
Misifio ha oído perfectamente lo que he dicho.
¿Mearse en mi pierna?
Saca otra vez la lengua, misifio.
La bruja tocó con los dedos la lengua de Luís, rápidamente, primero con un dedo, luego con otro, como si estuviera tocando el piano o manchando los dedos de tinta para dejar las huellas digitales. Luís sintió ganas de vomitar.
Está muy claro, misifio, la chica tiene que orinarse en tu pierna.
¡Pero qué locura! ¿Cómo voy a conseguir eso?
Pídeselo. Vete allá y se lo pides, misifio.
Pero ella es una mujer recatada, discreta. ¿Cómo le voy a pedir una cosa así?
Lo que es, es, dijo madre Izaltina.
Luís quería salir de allí lo antes posible. Sacó el billetero del bolsillo.
Ya hablaremos luego, misifio, dijo madre Izaltina apartando el billetero con un ademán.
Ya en la calle, Luís entró en el primer bar que encontró. Tendría que ser un idiota supersticioso para creer en las patochadas de aquella vieja demente. Él tenía a orgullo ser un escéptico, y la superstición, como dijo un filósofo cuyo nombre no recordaba ahora, la superstición es la religión de los débiles mentales. Se había portado como un loco, como un imbécil, yendo a consultar con aquella loca. ¡Completamente loca y embaucadora! Cómo se le ocurría pedirle que se acercara a una mujer fina, decente, para decirle ¿quiere usted hacerme el favor de orinar en mi rodilla?
Al año siguiente, Luís llevó a la hija a otro colegio y dejó de ir a las fiestecillas infantiles. No quería arriesgarse a un encuentro con Loreta, tenía que olvidarla. Pero se pasó el resto de su vida pensando en ella, triste y melancólico.
Loreta siguió yendo a las fiestas, las madres tienen que llevar a las hijas a sitios así. No lograba olvidar a Luís, a quien seguía esperando encontrar un día. Las fiestas eran ahora más ruidosas, más llenas de cadenetas de papel, de luces, de bebidas, de animadores histéricos, de chiquillas inquietas, de hombres falsos y mujeres vulgares, pero, al menos, los dulces y las saladillas eran cada vez mejores.


-Fonseca, Rubem. Secreciones, Excreciones Y Desatinos. Barcelona: Seix Barral, 2003. Impreso.


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