jueves, 28 de julio de 2016

Miradas.

‒Carlos, ¿alguna vez has sentido odio en la mirada de las personas?         
‒Creo que sí.  
‒ ¿Cómo sabes si es odio?    
‒No sé, hay una energía pesada en el ambiente que te obliga a voltear y descubrir en sus ojos un infierno que intenta perturbar tu calma ‒interrumpió su desvarió y frunció el ceño‒. ¿Por qué preguntas?       
‒ ¿Alguna vez me has mirado así?    
−No que yo recuerde. ..
‒Hace un momento sentí eso cuando volteé a verte ‒le interrumpió.         
‒ ¿Sentiste qué? Ah, estaba cansado y tú sólo dabas vueltas sin saber a dónde ir…         
‒ Entonces me odias ‒volvió a interrumpirle.          
‒ No, Sólo estaba de mal humor.      
‒ Me odias, mírate. Ahí está esa mirada otra vez −le gritaba Ana entre los puestos de la Merced.

Carlos grabó en su memoria la decepción absoluta con la que Ana lo miró antes de dar media vuelta y marcharse. No era la primera ni la última vez que se enfrentaría a ese rostro. No hizo el menor intento por alcanzarla, ¿Para qué? ya estaba acostumbrado a situaciones similares. Esperaba que, al dar la media vuelta y avanzar un poco, ella regresara gritando su nombre y lo abrazara por la espalda como otras veces. Pero no fue así, Mejor para mí, ya estaba harto de formar parte en escenas públicas dignas de telenovelas de escaso presupuesto.    
            Decidió caminar a casa pese a encontrarse cansado de dar vueltas toda la mañana en aquel mercado. Caminar le ayudaba a aclarar sus pensamientos. Llegó al Centro Histórico cuando las calles eran iluminadas por los últimos rayos del sol. Vio el primer tintinear de las luces de neón que invitaba a los parroquianos de los bares a congregarse y recordó la última mirada de quien, hasta hace algunos años, fuera el amor de su vida, ¿Cuántos amores de la vida se pueden tener? A quién engaño con esas palabras comprometidas, pensó mientras sonreía recordando la última juerga con Rebeca:   

         Al caer la tarde habían ingresado en un bar donde sólo buscaban refugio los marginados, aquellos que no hacían de turista en su propio país, que aceptaban su realidad sin aparentar ser otros. Ahí no había máscaras con sonrisas de revista, no, los rostros reflejaban el abismo en que cada alma se hundía entre olas de alcohol. Rostros como el de Carlos que, después de unas horas al volver del baño, con la mirada extraviada buscaba en la pista de baile a Rebeca. También aprovechó para ir al baño, pensó y volvió a la mesa donde lo esperaba una nueva botella de ron recién abierta.       
            Tras tomar asiento se distrajo viendo a las parejas que bailaban alrededor, otras bebían y enseguida daban una calada a sus cigarros, se trataba de un movimiento mecánico que él imitaba. No se daba cuenta de cómo se vaciaba el bar mientras su vista se nublaba, se perdía en inventar una historia alrededor de un viejito que con una mano calentaba un trago de anís y con la otra empujaba sobre la barra un carrito de madera, al parecer nuevo.           
            El anciano no podía evitar mirar con ilusión el juguete, y Carlos lo imaginaba llegando a una casa alejada de las luces de la ciudad, quizá tuviera que tambalearse por una calle desierta y obscura escuchando los ladridos lejanos de los perros dirigidos a esa sombra que, en cuanto llegara al hogar, sería recibido con alegría por un nieto que recibiría el carrito desbordando alegría. ¿Pero por qué no sale de inmediato a hacer la entrega?, lo miraba intrigado, Quizá sólo se da el gusto de apreciar algo que estuvo negado para él en la infancia, debe ser eso, ¡Quién iba a imaginar que en este lugar de desesperanza, de sueños rotos, me iba a encontrar con esa mirada tan entusiasmada!, continuaba su divagar.     
            De pronto una extraña sensación lo invadió, intentaba averiguar con los sentidos mermados de qué se trataba. Tenía la sensación de haber perdido algo valioso, revisó el reloj, los bolsillos del saco y pantalón. No encontraba su cartera. Estuvo a punto de dejarse llevar por la desesperación, pero cayó en cuenta: La debe tener… ¿dónde está?
            Volteó con los ojos más extraviados que nunca, pero todo se movía tan pronto como le echara un vistazo encima, intentaba asir su mirada a un punto fijo, no era posible. En el bar sólo quedaban algunas parejas, putas y chulos haciendo cuentas en las mesas aledañas, otras bailaban, o intentaban no caer, y algunas almas solitarias empinaban el codo en la barra donde los ceniceros desbordaban colillas aplastadas. Al finalizar su cameo observó a la camarera que le tiraba una mirada de odio. Como pudo le hizo una seña para que se acercara.         

‒Perrddone, ¿sabeh si mi compañniera sencuenntra enel banño?    
‒Sólo Dios perdona, joven ‒le respondió de mala gana‒. Y no, su compañera hace un buen rato se fue, mejor por ella…       
‒ ¿Hasse cuánnto tiennpo?     
‒Cosa de una hora, hora y media, yo qué sé, no soy niñera. Estabas tan entretenido mirando a otro lado que ni cuenta te diste. ¡Vaya patán! Es una lástima porque ella en verdad era guapa, quizá alguno de estos caballeros se ofreció para llevarla a salvo a casa ‒le sonrió con malicia.     
‒ ¡Cómmo seattrrevea decirme alggoasí! ‒le respondió Carlos.      
‒ ¡Cómo te atreves tú a ponerte en ese estado cuando vienes acompañado por una joven como ella! ¡Mejor paga la cuenta y guárdate eso!          
‒ ¿Gguarrdarme qué? ‒siguió con la mirada el dedo de la mesera y vio la cartera a un costado del cenicero. Junto había una nota: “Ya me fui, que te sigas divirtiendo”‒. ¿Cómmo? 
     
    Arrojó un par de billetes sobre la mesa, le guiñó el ojo a la mesera que los recogía con despreció y se marchó tambaleándose como pudo. Hora y media, ya debe estar en su casa, ¡no puede ser, carajo! La borrachera se le había pasado completamente apenas cruzar dos entrecalles. La desesperación por encontrarla controlaba su mente y, por lo tanto, al alcohol que inundaba su cuerpo.  
     Continuó corriendo a trompicones hasta llegar a la parada de autobuses. Vio pasar al último camión que hacía la ruta hasta la casa de Rebeca, lo vio despedirse echado nubes de humo negro. Se acercó a la parada para descansar y… Ahí estaba ella con la cabeza recargada en un poste y la mirada perdida en las luces de los carros que pasaban. Carlos advirtió las lágrimas que inundaban los ojos de Rebeca. Cuando ella se percató de su presencia de inmediato se enjugó el rostro y dirigió sus ojos hacia los de él que sorprendido descubrió: algo había muerto en esa mirada que antes irradiaba alegría, en ella reconoció por primera vez el odio auténtico, la maldición en una sola mirada…

Pero por qué he de recordar precisamente las miradas que me hacen daño, eso de sentirme miserable para ser feliz no paga bien, al final ni poeta soy. No señor, ahora aprovecharía para recordar las miradas que le hacían tanto bien, como ese gesto de cerrar levemente los ojos y abrir en igual proporción la boca denotando deseo. Cómo le encantaba esa expresión de Ana en los primeros días de conocerse, pero, sobre todo, esa mirada pidiendo fuego.  Pensar que no volvería a observarla o que pasaría mucho tiempo antes de encontrar en otro rostro la misma expresión lo ponía de malas. Cavilar en las buenasmalas no mejoraba su estado de ánimo. Continuaba su caminar a casa>>>

*Relacionado con: Día feliz.


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