lunes, 20 de marzo de 2017

ADIÓS A LAS VISTAS

No guardo rencor a la primavera
por haber vuelto.
No la culpo
de cumplir con sus deberes
año tras año.

Comprendo que mi tristeza
no detendrá el verdor.
Si la hierba vacila
se debe sólo al viento.

No me duele que los alisos
inclinados sobre el agua
vuelvan a tener con que susurrar.

Acepto de buen grado
que —como si aún vivieras—
la orilla de cierto lago
siga tan bella como antes.

No les reprocho a las vistas
las vistas a una bahía
deslumbrada por el sol.

Incluso soy capaz de imaginar
que unos no-nosotros
están en este momento sentados
en el tronco caído de un abedul.

Respeto su derecho
al bisbiseo, a la risa
y al silencio feliz.

Incluso les supongo
por amor unidos,
y que él la rodea
con un brazo vivo.

Algo súbito, algo pajaril
cruje entre el juncal.
De corazón les deseo
que lo oigan.

No pido cambios
a las olas de la orilla,
ora ágiles, ora perezosas,
que, a mí, no me obedecen.

No exijo nada
del remanso del bosque,
ya esmeralda,
ya zafiro,
ya negro.

Sólo con un detalle no me conformo.
Con mi propio regreso al lugar.
Con el privilegio de la presencia.
Presento mi renuncia.

No he vivido más que tú,
sino sólo lo bastante
para pensar de lejos.

-Wisława Szymborska.








jueves, 11 de agosto de 2016

Sombras frente al sol I

Cuando abrió los ojos la oscuridad seguía ahí. Todo continuaba en calma a su alrededor, sólo se escuchaba la suave respiración de su único compañero al costado. ¿Aprovecharía la oscuridad de la noche para satisfacer su apetito? Sí. Llevó su mano hasta la erección que para estos momentos ya le resultaba insoportable. Actuaba sin pensar, se entregaba al instinto antes que a la razón. Él salvaba a la humanidad día a día sin saberlo, en cualquier esquina o a media calle, como el Godofredo de Fonseca su prioridad era el onanismo. Sus días transcurrían entre paja y paja, lo demás era lo de menos para él, bien si echaba un bocado en el inter; qué pena si no, ¿acongojarse? Nunca. Pero el despertar de un nuevo día estaba a punto de arrebatarle su fama de vago consagrado y, de paso, su apodo bien ganado: “El Chaque”.
Esa mañana el calor y movimientos de su mano no le ofrecían satisfacción alguna, así que, sin pensarlo más, sin preocuparse por la frontera que estaba a punto de cruzar, bajó su raído pantalón hasta las rodillas y llevó su miembro hinchado a punto de explotar hasta el culo del “Chadoun”, su único amigo en el mundo. Con los brazos apretó el dorso de su amigo contra su cuerpo para evitar que éste escapara. Pero el Chadoun, acostumbrado a ese tipo de encuentros, sólo abrió los ojos e intentó girar la cabeza para observar a su compañero. Le tiraba una mirada como preguntando: ¿Por qué? ¿En serio, tú?

El Chaque buscaba desesperado con la pinga el culo del Chadoun. Con apenas pocos intentos logró alcanzarlo. Sin siquiera echarse un salivazo penetró a su amigo que apenas oponía resistencia, sólo movía la cabeza de un lado a otro como diciendo: “¡Esto no me puede estar pasando, por qué a mí!”.
Elías, el nombre de pila del Chaque, entraba y salía del ano del Chadoun acelerando la respiración, gruñendo de vez en cuando y gimiendo. El sodomizado se limitaba a jadear soportando el embate. Para el sodomita la experiencia resultaba satisfactoria en exceso, había reencontrado el placer perdido en tantos años de cascabeleo. Estaba a punto de estallar de euforia. Veía cómo entre la obscuridad se presentaba la única mujer que había amado antes de llevar esta vida de marginado, antes de ser la burla de los niños y centro de odio de viejas amargadas −20 años en la calle pasarían rápido si Dios se apiadara de los huevones y vagos, pero Él no siempre tiene la mirada puesta en esas pobres almas−. Ahí la observaba resplandeciente entre las tinieblas, estiró una mano hacia ella mientras continuaba con sus redescubiertos movimientos de cadera. Ya casi la tocaba, se encontraba a nada. Era tal el éxtasis que le pareció tocar el cielo. Ella ahora era un ángel hierático que conforme se acercaba lo deslumbraba más y más.  Al alcanzar el pie de su amada todo quedó en blanco. Paroxismo… Sintió un fuerte dolor al costado, luego un duro golpe en la cabeza.
El dolor de Elías había sido propinado por el Berna, un taxista de unos 30 años, prieto con canas prematuras, cacarizo y de complexión atlética, conocido en el barrio por defender a cualquier persona del agandalle de desconocidos, también por organizar juegos de fútbol para que los niños de las vecindades cercanas se entretuvieran y no anduvieran de “vándalos”, como le gustaba llamarles.
Del Berna se recuerda que: cierta mañana cuando una de sus primas se dirigía a la leche y un tipo, desde el interior de un carro, la piropeaba y, no siendo suficiente, se atrevió a nalguearla, el Berna, que había observado la escena a lo lejos, salió corriendo hecho una furia desde la esquina de la vecindad donde acababa de estacionar su taxi, cosa de media cuadra, en dirección al sujeto. Apenas armado con la fuerza de sus manos llegó a la puerta del conductor. Intentaba bajarlo y el otro huir acelerando, pero con los nervios en punta no era capaz de hacerlo. El Berna pateaba la puerta una y otra vez como si se tratara de una piñata, golpeaba los vidrios sin ton ni son, al acumularse su frustración, sacó fuerzas de ésta y, dicen, estuvo a punto de voltear el coche cargándolo desde un costado. Afortunadamente, para el caballero del carro, los familiares del Berna al escuchar el alboroto salieron a tranquilizarlo, eso sí, armados con palos de escobas y cucharas soperas por cualquier cosa. Intentaban controlar al enloquecido Berna, más que nada porque sabían que la justicia no existe para la gente humilde y, en todo caso, el que saldría raspado de esa situación sería precisamente él.
Esa mañana el Berna parecía invencible con su bastón del taxi en la mano y parado a contraluz frente al Chaque, sólo le faltaba una capa. Postrado en el pasto Elías volteaba a todos lados desconcertado y deslumbrado por la luz matinal que se filtraba de la silueta de Berna, se rascaba la maraña que cubría su cabeza intentando comprender qué había sucedido (otoke, otoke). El Chadoun había quedado completamente cubierto por la cobija mugrienta, que servía para resguardarlos del frío nocturno, y así se quedó sin hacer el menor ruido.
‒ ¡Ya ni la chingas, cabrón! ¡Qué no ves que hay niños! ‒le escupía el Berna, pero al no recibir respuesta continuaba‒: ¿Por qué no vas a hacer tus chingaderas a un baldío donde nadie te vea?
Se encontraban en un camellón, para entonces ya circulaban algunos carros a los costados y niños a pie debido a la cercanía de una escuela primaria. El Chaque era un pésimo vagabundo, pernoctaba en espacios abiertos donde resguardarse del frío era imposible.
‒Vengo a dejar a mis sobrinos a la escuela y ¡tremendo espectáculo el que me encuentro! Nada más y nada menos que al “Cha-que” chingando. Pero, ¿quién es la valiente damita? Vamos, no seas tímida –El Berna se inclinó para tirar de la cobija…
Elías miraba a otro lado aparentando no prestarle atención, hacía gárgaras y con una mano tiraba de su barba rala. Siempre reaccionaba así cuando no quería hablar o se sentía incómodo ante alguien. Pensaba que aquellos que le increpaban sentirían repulsión y se apartarían dejándolo en paz. Esto funcionaba con las señoras metiches y niños burlones que pensaban que les iba a tirar un gargajo y salían corriendo despavoridos en cuanto lo veían llevarse la mano a la “barba”. Pero el Berna ni se inmutó, por morbo quería conocer a la compañera del Chaque, así que se agachó para jalar de la cobija con que había quedado cubierto el Chadoun. Elías de un salto cubrió el bulto formado, pero su oponente de una sola patada lo mandó lejos, el Chaque se quedó tendido protegiéndose con los brazos a la espera de más golpes. Cuando el Berna levantó la cobija, el Chadoun salió corriendo a cuatro patas y, sintiéndose seguro a unos metros de distancia, volteó para ladrar llamando a su amigo.
‒ ¡Cabrón, necrofílio! ¡Poca madre!...
Después alguno de los múltiples pasajeros, a los que les había contado la historia, le diría al taxista que la palabra correcta era zoo-fí-li-co. Hasta acá llegaba el relato que hacía el Berna, nunca mencionaba la golpiza que le había propinado al Chaque, hasta cierto punto se arrepentía. ¿Quién era él para maltratar así a alguien que ya de por si lleva una vida dura? Más que nada temía que al llegar a su casa lo detuvieran por haber matado a un vagabundo. No lo había matado, pero fue tal la violencia de sus golpes que cuando se tranquilizó pensó que lo había asesinado, subió histérico a su taxi y huyó. En realidad, se la había pasado pegándole más al piso y objetos que se le cruzaban en el camino ante las maniobras evasivas de Elías.
Cuando se hubo fatigado y huido el Berna, el Chaque permaneció tirado de bruces en el suelo con la cabeza hacia un costado, los ojos abiertos y una sonrisa trabada. Esa sonrisa dibujada en el rostro era la que había prolongado los golpes furiosos del Berna que gritaba: “¡De qué te ríes, pendejo!”.
Pero ya habían bajado ese telón para Elías, ahora se abría uno nuevo. Observaba desde el suelo al sol ascender por una entrecalle. Eran las 8:15 a.m. y él recordaba el día en que escapó de casa porque su madre se había vuelto loca al verlo con su amada. Los mirones alrededor no sabían lo que pasaba por la mente de aquel loco ni, mucho menos, le ayudaban a reponerse. >>>





miércoles, 3 de agosto de 2016

Carts I

Era un viernes de raya cuando se escuchó la chicharra que anunciaba el fin de la jornada laboral. R había esperado con ansias aquel día por más de dos meses. Se dirigió al baño para asearse y cambiar su camisa de trabajo por una limpia. Aprovechó el momento a solas para apartar un billete del sobre que contenía su sueldo de la semana y lo agregó a un fajito que guardaba en el calcetín. Sopesó el fajo y sonrió: ése era el día, no había duda para él. Devolvió el fajo a su escondite y lo restante del sobre lo dividió en los diferentes bolsos de su saco ajado para después ponérselo y salir a la calle.     
            Desde la entrada del local esperaba impaciente a que salieran sus compañeros de trabajo. La primera en despedirse de él fue la nueva secretaria.      

−Hasta el lunes Don R –dijo la joven sonriendo al salir.     
−Vaya con cuidado, me saluda a su tío. <<Siendo la sobrina del dueño, sin duda no veremos desfilar secretarias en un buen rato, hum>> −pensó y echó un ojo al interior del local desde donde se acercaban las últimas sombras. 
−Don R, ¿viene con notros por unas cervezas y unas carambolas? –decía el más joven de los que, como R, ostentaban el título de Ayudante general.          
−No chicos, para qué quieren ver a un viejo como yo tirando polilla. Además tengo un compromiso muy importante, así que, si me disculpan, apresúrense a salir para poder cerrar la cortina.    
−Vamos un rato Don, –le dijo el más confianzudo mientras entre todos ayudaban a cerrar− ¿o será que le pegan? Es para convivir y conocernos mejor… 
−Jujuju, les prometo que, para la siguiente ocasión, sin falta ahí estaré –les respondió despidiéndose de ellos y guardando las llaves de los candados en el bolso del pantalón.

Los miraba doblar la esquina con dirección a Garibaldi, aún jugueteaban como niños pese a dirigirse a un lupanar. <<Y pensar que en un par de semanas uno, o ambos, no regresarán a la imprenta, como tantos jovencitos que he visto desfilar en 15 años de escuchar el monótono rugir de la prensa>>, divagó y se encaminó apretando el paso por la calle de Brasil rumbo a la Lagunilla>>>


jueves, 28 de julio de 2016

Miradas.

‒Carlos, ¿alguna vez has sentido odio en la mirada de las personas?         
‒Creo que sí.  
‒ ¿Cómo sabes si es odio?    
‒No sé, hay una energía pesada en el ambiente que te obliga a voltear y descubrir en sus ojos un infierno que intenta perturbar tu calma ‒interrumpió su desvarió y frunció el ceño‒. ¿Por qué preguntas?       
‒ ¿Alguna vez me has mirado así?    
−No que yo recuerde. ..
‒Hace un momento sentí eso cuando volteé a verte ‒le interrumpió.         
‒ ¿Sentiste qué? Ah, estaba cansado y tú sólo dabas vueltas sin saber a dónde ir…         
‒ Entonces me odias ‒volvió a interrumpirle.          
‒ No, Sólo estaba de mal humor.      
‒ Me odias, mírate. Ahí está esa mirada otra vez −le gritaba Ana entre los puestos de la Merced.

Carlos grabó en su memoria la decepción absoluta con la que Ana lo miró antes de dar media vuelta y marcharse. No era la primera ni la última vez que se enfrentaría a ese rostro. No hizo el menor intento por alcanzarla, ¿Para qué? ya estaba acostumbrado a situaciones similares. Esperaba que, al dar la media vuelta y avanzar un poco, ella regresara gritando su nombre y lo abrazara por la espalda como otras veces. Pero no fue así, Mejor para mí, ya estaba harto de formar parte en escenas públicas dignas de telenovelas de escaso presupuesto.    
            Decidió caminar a casa pese a encontrarse cansado de dar vueltas toda la mañana en aquel mercado. Caminar le ayudaba a aclarar sus pensamientos. Llegó al Centro Histórico cuando las calles eran iluminadas por los últimos rayos del sol. Vio el primer tintinear de las luces de neón que invitaba a los parroquianos de los bares a congregarse y recordó la última mirada de quien, hasta hace algunos años, fuera el amor de su vida, ¿Cuántos amores de la vida se pueden tener? A quién engaño con esas palabras comprometidas, pensó mientras sonreía recordando la última juerga con Rebeca:   

         Al caer la tarde habían ingresado en un bar donde sólo buscaban refugio los marginados, aquellos que no hacían de turista en su propio país, que aceptaban su realidad sin aparentar ser otros. Ahí no había máscaras con sonrisas de revista, no, los rostros reflejaban el abismo en que cada alma se hundía entre olas de alcohol. Rostros como el de Carlos que, después de unas horas al volver del baño, con la mirada extraviada buscaba en la pista de baile a Rebeca. También aprovechó para ir al baño, pensó y volvió a la mesa donde lo esperaba una nueva botella de ron recién abierta.       
            Tras tomar asiento se distrajo viendo a las parejas que bailaban alrededor, otras bebían y enseguida daban una calada a sus cigarros, se trataba de un movimiento mecánico que él imitaba. No se daba cuenta de cómo se vaciaba el bar mientras su vista se nublaba, se perdía en inventar una historia alrededor de un viejito que con una mano calentaba un trago de anís y con la otra empujaba sobre la barra un carrito de madera, al parecer nuevo.           
            El anciano no podía evitar mirar con ilusión el juguete, y Carlos lo imaginaba llegando a una casa alejada de las luces de la ciudad, quizá tuviera que tambalearse por una calle desierta y obscura escuchando los ladridos lejanos de los perros dirigidos a esa sombra que, en cuanto llegara al hogar, sería recibido con alegría por un nieto que recibiría el carrito desbordando alegría. ¿Pero por qué no sale de inmediato a hacer la entrega?, lo miraba intrigado, Quizá sólo se da el gusto de apreciar algo que estuvo negado para él en la infancia, debe ser eso, ¡Quién iba a imaginar que en este lugar de desesperanza, de sueños rotos, me iba a encontrar con esa mirada tan entusiasmada!, continuaba su divagar.     
            De pronto una extraña sensación lo invadió, intentaba averiguar con los sentidos mermados de qué se trataba. Tenía la sensación de haber perdido algo valioso, revisó el reloj, los bolsillos del saco y pantalón. No encontraba su cartera. Estuvo a punto de dejarse llevar por la desesperación, pero cayó en cuenta: La debe tener… ¿dónde está?
            Volteó con los ojos más extraviados que nunca, pero todo se movía tan pronto como le echara un vistazo encima, intentaba asir su mirada a un punto fijo, no era posible. En el bar sólo quedaban algunas parejas, putas y chulos haciendo cuentas en las mesas aledañas, otras bailaban, o intentaban no caer, y algunas almas solitarias empinaban el codo en la barra donde los ceniceros desbordaban colillas aplastadas. Al finalizar su cameo observó a la camarera que le tiraba una mirada de odio. Como pudo le hizo una seña para que se acercara.         

‒Perrddone, ¿sabeh si mi compañniera sencuenntra enel banño?    
‒Sólo Dios perdona, joven ‒le respondió de mala gana‒. Y no, su compañera hace un buen rato se fue, mejor por ella…       
‒ ¿Hasse cuánnto tiennpo?     
‒Cosa de una hora, hora y media, yo qué sé, no soy niñera. Estabas tan entretenido mirando a otro lado que ni cuenta te diste. ¡Vaya patán! Es una lástima porque ella en verdad era guapa, quizá alguno de estos caballeros se ofreció para llevarla a salvo a casa ‒le sonrió con malicia.     
‒ ¡Cómmo seattrrevea decirme alggoasí! ‒le respondió Carlos.      
‒ ¡Cómo te atreves tú a ponerte en ese estado cuando vienes acompañado por una joven como ella! ¡Mejor paga la cuenta y guárdate eso!          
‒ ¿Gguarrdarme qué? ‒siguió con la mirada el dedo de la mesera y vio la cartera a un costado del cenicero. Junto había una nota: “Ya me fui, que te sigas divirtiendo”‒. ¿Cómmo? 
     
    Arrojó un par de billetes sobre la mesa, le guiñó el ojo a la mesera que los recogía con despreció y se marchó tambaleándose como pudo. Hora y media, ya debe estar en su casa, ¡no puede ser, carajo! La borrachera se le había pasado completamente apenas cruzar dos entrecalles. La desesperación por encontrarla controlaba su mente y, por lo tanto, al alcohol que inundaba su cuerpo.  
     Continuó corriendo a trompicones hasta llegar a la parada de autobuses. Vio pasar al último camión que hacía la ruta hasta la casa de Rebeca, lo vio despedirse echado nubes de humo negro. Se acercó a la parada para descansar y… Ahí estaba ella con la cabeza recargada en un poste y la mirada perdida en las luces de los carros que pasaban. Carlos advirtió las lágrimas que inundaban los ojos de Rebeca. Cuando ella se percató de su presencia de inmediato se enjugó el rostro y dirigió sus ojos hacia los de él que sorprendido descubrió: algo había muerto en esa mirada que antes irradiaba alegría, en ella reconoció por primera vez el odio auténtico, la maldición en una sola mirada…

Pero por qué he de recordar precisamente las miradas que me hacen daño, eso de sentirme miserable para ser feliz no paga bien, al final ni poeta soy. No señor, ahora aprovecharía para recordar las miradas que le hacían tanto bien, como ese gesto de cerrar levemente los ojos y abrir en igual proporción la boca denotando deseo. Cómo le encantaba esa expresión de Ana en los primeros días de conocerse, pero, sobre todo, esa mirada pidiendo fuego.  Pensar que no volvería a observarla o que pasaría mucho tiempo antes de encontrar en otro rostro la misma expresión lo ponía de malas. Cavilar en las buenasmalas no mejoraba su estado de ánimo. Continuaba su caminar a casa>>>

*Relacionado con: Día feliz.


jueves, 7 de julio de 2016

Cerrar y abrir.


Puertas, candados, ventanas y persianas sirven para guardar distancia con las personas que nos rodean. Intentamos esconder nuestros más íntimos secretos poniendo murallas de por medio, resguardamos nuestras vergüenzas. El primer ladrillo se coloca cuando al adolescente se le inicia en La secta de la desconfianza entregándole una llave que abre y cierra una puerta. Poseer esa llave representa una gran distinción para el adolescente, así como derechos y obligaciones. Se aprecia el derecho, pero la obligación se olvida.    
            Al perder una llave nunca pensamos en la posibilidad de que alguien cercano al hogar, en caso de encontrarla, vaya a hacer mal uso de ella, guardarla durante meses, quizás años, para, en el momento adecuado, entrar con sigilo y arrebatarnos los bienes que con tanto esfuerzo hemos adquirido; simplemente sacamos una copia y olvidamos el asunto, porque desde nuestra perspectiva solo hay sombras al rededor y ellas son incapaces de hacernos daño. Entonces ¿de qué nos protegemos? Pues de alimentar a esas sombras con nuestras vergüenzas y después no poder mirarlas de frente, porque se debe salir a la calle con la frente en alto y una sonrisa, ¿no?

            Aparto con mi mano la cortina que me separa del mundo exterior y me asomo por la ventana, desde este cuarto de azotea se pueden observar el cruce de dos calles, tres edificios –uno me observa directamente, otro de reojo y el último me da la espalda–, algunos comercios que han sobrevivido a las políticas priístas del siglo XX, y niños retirándose a casa después de pasar horas en una escuela primaria de la cual, la gran mayoría, solo recordará los festivales y sus bailables.       
            El edificio que me mira de reojo se mantiene con las persianas y cortinas abiertas todo el día, muestra del desinterés de los nuevos vecinos por las personas que viven “allá abajo”. Aún recuerdo la vieja casona que se encontraba en su lugar, sus ventanas rotas y muros agrietados, al gran perro danés ladrando a las sombras que deambulaban por los cuartos y escaleras que ya no están, que cedieron el paso a una construcción moderna (por los materiales y no por el diseño). Las pocas sombras que habitaban en la casa antigua ahora se han quintuplicado, recuerdo anhelar ser una de esas sombras cuando veía a los albañiles trabajar en la edificación, pero, al preguntar por el costo, los sueños de ser una silueta frente al hogar se desvanecieron.     
            Los otros edificios son viejos, los puedo apreciar de fondo en las fotografías de familiares en alguna fiesta patria lejana. Las cabelleras largas y pantalones acampanados de mis tíos y tías, en esas fotografías, me invitan a pensar en una época de descontrol acompañado de represión. Alguna vez la policía levanto a uno de mis tíos, simplemente por estar parado en la esquina sin hacer nada, un vago, demasiado sospechoso para el ojo entrenado de nuestras autoridades, se lo llevaron. Ni bien le habían dado la vuelta a la esquina lo tuvieron que soltar al darse cuenta que no sabía nada de nada, vaya, desconocía el significado de universidad y, además, no llevaba nada de valor por lo que valiera la pena darle un susto. La ignorancia y pobreza salvaron a mis familiares en una época en la que ser estudiante era un peligro y que terminaría con ríos de sangre y fosas comunes… Se les ve tan felices en esas fotos, ¡qué envidia!... ¿De dónde habrán sacado la cámara?           
            El edificio que me mira de frente aparece con las cortinas medio abiertas –o medio cerradas, según el nivel de optimismo del lector– en otras fotografías. Después del temblor de 1985, ese edificio fue abandonado y sirvió de campo de tiro para presumir el alcance de nuestros brazos infantiles al arrojar piedras. Los cristalazos se convirtieron en los juegos pirotécnicos que rara vez pudimos adquirir. Sólo una persona vivía en ese edificio, siempre se mostraba huraña, y con razón, cuando iba a reclamar a nuestras madres ‒sí, sólo vivían madres solteras en esta vecindad– éstas terminaban corriéndolo casi a golpes y con amenazas en caso de que se atreviera a volver. ¡Cómo se atrevía ese ser solitario a cuestionar la educación que les brindaban a sus hijos! De los vidrios nunca supe que se pagara alguno.
            Al final, una vez que mi visión hizo un pandeo rápido de la calle y mi mente viajo a recuerdos que creía olvidados, me enfoco en el edificio que me da la espalda, ahí en alguna época vivieron los chicos del Padre Chinchachoma, desde este lado poco importan sus ventanas y persianas, no me pueden observar ni yo a los vecinos de ese edificio. Sin embargo, la acústica de la calle hace de él el más peligroso. El más minúsculo susurro es absorbido por sus muros y amplificado al interior de los departamentos donde las vecinas intentan memorizar o tomar nota rápida de los capítulos más bochornosos de la vecindad. Salir a la calle después de esos capítulos implica enfrentarse a miradas suspicaces.      
            Entonces, ¿qué cuidamos o protegemos con tanto recelo detrás de estos muros, puertas, candados, persianas? Aquí sólo se imita una costumbre de la gente que vive más al norte, esas personas que no pueden pasear tranquilas por la noche en estas colonias populares. Igual ni les interesa pasear por acá, pero algo es seguro: no andarían tranquilos, así como nosotros que no podemos andar por sus calles sin ser increpados por algún funcionario público entrenado para discriminar con una mirada fugaz al extraño, ya sea por el color de la piel, la ropa y en casos extremos hasta por el corte de cabello… Aquí sólo nos queda la falsa ilusión de cerrar puertas y persianas para proteger algo valioso, ¡vaya a saber Dios qué!





miércoles, 18 de mayo de 2016

La migala

La migala[1] discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.
     El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.
     Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres.
     La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible.
     Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la araña sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se perfecciona.
     Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son imperceptibles.
    Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.
     Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala con la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente por el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero.
    Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible.


*De Juan José Arreola y aparece en su Confabulario definitivo.

Ilustración de Gabriel Pacheco para la edición de La caja de cerillos.





[1] Migala: araña del género Mygale. Son las arañas de mayor tamaño, de costumbres nocturnas, y su régimen es entomófago. Se encuentran en todas las regiones tropicales y subtropicales, pero abundan principalmente en América del Sur. Los animales maléficos —como la migala— constituyen un motivo tradicional de la literatura fantástica. <<

martes, 3 de mayo de 2016

Un Bart.

Hace algunos meses me hallaba platicando con una chica que, en una reunión donde a la gente le gusta hacerse la interesante, lanzó a la primera oportunidad la siguiente frase: “Yo no veo televisión”. Ya la admiraba de antes por ser mujer y dirigirme la palabra sin que fuera para solicitar algún servicio: pásame una cerveza, sírveme un trago, ve por botana, etc.
            El domingo pasado esa chica me invitó a chacharear a un tianguis, acepté porque me habían comentado que ahí se podían encontrar buenos libros a excelentes precios. Íbamos caminando por un tianguis de Iztapalapa cuando, ante un puesto de muñequitos, me grita emocionada:

‒ ¡Mira, un Bart!       
‒ ¿Dónde? ‒Yo sólo veía una figurita de Homero.  
‒ ¡Ahí, ahí! ‒Se refería a Homero.   
‒Es Homero –le respondí con una leve sonrisa.       
‒ ¡Ah, sí! El de Los Barts.    
‒Sí…


El chico que atendía el puesto sonrió, "yo lloré y Maggie rió. ¡Todo fue una confusión!", y es que ella no ve televisión.


jueves, 31 de marzo de 2016

Otro cuento de Pepito III


Segunda parte AQUÍ

Edith se preparaba para salir en busca de un gendarme cuando vio a Chucho, su esposo, llegar del trabajo con una bolsa de medicamentos y una enorme paleta en la mano. Cuando le explicó todo a Chucho, éste sin alarmarse le respondió:   


−No te preocupes, mujer, ¿Ya revisaste debajo de la cama? –y soltó ligera risa.  
−¿Te estás burlando de mí? ¿Acaso no ves cómo estoy de nervios?            
−Edith, muchas veces se nos nubla el pensamiento y no buscamos dentro de la casa, ¿No recuerdas cuando encontraron a tu prima Paola durmiendo entre el colchón y la pared de su cuarto después de una ardua búsqueda en la colonia? ¿Cuánto tiempo la estuvieron buscando tus tíos? ¡Anda! Ya verás que está ahí –La tomó del brazo y la invitó a pasar.     



Cuando llegaron al cuarto Edith se quedó en la puerta, desconcertada e indecisa entre perder el tiempo ahí o salir corriendo a buscar en la calle alguna pista. Chucho se sentó en la cama que compartían por la noche los tres, y preguntó suavemente ¿Pepito? ¿Pepe, hijo, estás ahí abajo? Un ligero golpe se escuchó debajo de la cama. Chucho sonrió y observo con ironía a Edith, a ella empezaba a iluminársele el rostro. Ambos sonreían postrados de rodillas a un lado de la cama, voltearon a mirarse a los ojos con una sonrisa de complicidad, se disponían a levantar la colcha que llegaba hasta el piso, al mismo tiempo, gesticulaban el conteo sin emitir sonido alguno: un, dos, TRES…    
            Debajo de la cama sólo encontraron las maletas viejas que aún no desocupaban y por la orilla, en la arista entre la pared y el suelo, una fila de hormigas que desfilaban. Los rostros de Edith y Chucho se parecían a los de aquellas personas que pierden la vida en un accidente vial: los ojos desorbitados, la quijada apretada, una asimetría total en la expresión.
            Tiempo después, cuando los letreros de “Se busca” desaparecieron de las calles, Edith se disponía a limpiar el refrigerador y descubrió bajo la escarcha acumulada en el fondo del congelador una corcholata con puntitos negros en su interior, después al observarla detenidamente descubrió que se trataban de hormigas y recordó aquel fatídico día en que su querido hijito desapareció. Recordaba esa línea negra en la pared y cómo los ojos negros, penetrantes, de una rata noruega la observaban detrás de una maleta para después mostrar los dientes y salir corriendo en busca de otro escondite. Aún recordaba el rostro iracundo de Chucho mientras con un palo de escoba mataba con saña a aquella rata.


Fragmentos para después.
*
            Si su hijo tuvo que saciar las necesidades sexuales y energéticas de un hombre de traje gris, tan sólo por matar a unas cuantas hormigas ¡Qué castigo tenía preparado para ellos el destino por haberse deshecho en forma tan violenta de un roedor!

**

“Hola, hijo, ¿a qué juegas?”, escuchó y saltó del susto dejando caer la corcholata que tenía en su mano izquierda, el sonido agudo, producido por el choque del metal con el cemento, despertó a un perro viejo en el fondo de la vecindad que bostezó para después de un momento volver a echar su cabeza sobre las patas. Volteó al lugar desde donde había escuchado la voz grave. Se quedó mirando con el ceño fruncido al desconocido y después regresando a su actividad respondió: “Juego con las hormigas”. No sabía por qué, pero el rostro triste de aquel señor le despertaba cierta simpatía, un rostro con el que se había familiarizado en las últimas semanas. Desde que llegaron a la nueva casa había visto ese rostro en los vecinos, se tratara de niños, adultos, viejos e incluso de los animales, quizá por eso la interrupción del extraño no representó algún peligro para el niño que inmediatamente se sosegó. 

domingo, 20 de marzo de 2016

Va llegando la primavera.

Desperté y observé el cielo. Una nube blanca con la forma de mis sueños permanecía tendida en el azul empalagoso. Ella podía serlo todo y, sin embargo, nada… El viento se encargó de arrastrarla lejos de mi visión.
            Afuera se escuchaba a los niños de la vecindad jugando en el patio. Jugaban a construir una casita, hacían un ruido que alegraba el alma, porque ¿quién es lo suficientemente infeliz para no disfrutar del sonido de los niños divirtiéndose?                
            Estuve a punto de pronunciar el condenatorio: "Detente, eres tan bello", pero caí en cuenta: Eolo por la noche me había despojado del frágil techo de lámina que me protegía del frío. ¡Oh, dicha, cuándo te presentaras para quedarte conmigo!
            Un tanto disgustado me levanté y fui a cerrar la puerta que también el viento abrió por la noche. Había entrado la primavera y los niños habían armado un buen fuerte con mis láminas arrebatadas a su llegada, no pude evitar sonreír.


"Cuando el viento sopla fuerte para un lado
yo inclino mi ser hacia el otro"




jueves, 17 de marzo de 2016

Otro cuento de Pepito II


Primera parte AQUÍ

Edith, así se llamaba la madre de Pepito, apareció en la puerta de la calle dos horas después de que su hijo jugara a ser Dios. Había tardado un poco más en el mercado porque un descuento en bases para el cabello se le atravesó en el camino. Con su nuevo look se dirigió linda al cuarto donde esperaba sorprender a su hijo con una gelatina, pero pepito no estaba. “Este cabrón ya se fue de vago y yo preocupándome por él”, se decía. Desde la puerta del cuarto imito el canto de los gaseros: “¡Pepito::: ↑↓! ¡Pepito:::!”, pero sólo recibió la respuesta de la vecina que la noche anterior le había solicitado azúcar: “a lo mejor se fue a jugar con los demás chicos al parque cuando salieron de la escuela”. Pensar en su hijo jugando cuando ella se había preocupado por traerle una gelatina al enfermito la puso de mal humor. De regreso en el cuarto empezó a calentar la olla de lentejas y sacó unos huevos del refrigerador.    
            Cuando la mesa y alimentos estuvieron listos para la comida, mandó a un niño de la vecindad, Juan, a buscar a Pepito al parque, pero éste no lo encontró ahí ni en las maquinitas ni en el callejón donde jugaban fútbol. El corazón de Edith comenzó a palpitar de preocupación. “¿Dónde se habrá metido mi Pepito?” pensaba mientras se dirigía a tocar puerta tras puerta de la vecindad, a cada niño del barrio se le acercaba para preguntar por él, sólo recibía por respuesta un “No lo he visto hoy, señito”, “ayer fue la última vez que lo vi”, una vecina como no queriendo agregó: “estaba jugando solo en el patio como a las 11, igual se aburrió y fue a buscar a sus amiguitos a la escuelita”. Era posible, la escuela se encontraba a una cuadra, salió corriendo en esa dirección, pero no tardo en ampliar el mapa de búsqueda a la colonia, ahora casa por casa tocaba los timbres donde sabía que vivía alguno de sus amiguitos de la escuela… recibía las mismas negativas. 
            El sol descendía lentamente en el poniente cuando decidió llamar a Locatel para reportar la desaparición de su hijito.    

−¡Ayúdeme señorita, mi hijito se perdió! ¡Desapareció! –corrigió inmediatamente antes de que la voz monótona al otro lado comenzara a interrogarla.          
−…
−Hace unas horas.     
−…
−¡Cómo voy a esperar 48 horas, es un niñito!         
−...
−¡Gracias por nada! –Azotó el teléfono de la esquina y sus ojos brillosos dejaron escapar un par de lágrimas de impotencia.    

Don Reyitos, que la observaba y había alcanzado a escuchar algo mientras bajaba la cortina de su miscelánea, se acercó y le dijo:

−Me pareció ver a Pepito platicando con un señor mas o menos de mi edad en la puerta de la vecindad. Después entró corriendo con algo en la mano y ya no supe qué pasó, hijita, porque me puse a acomodar los refrescos en el congelador –en lo último mentía, en realidad se había dispuesto a preparar su anforita de Bacardí con un poco de coca.
− ¿Un viejo? –se percató de haber herido al tendero con la pregunta y agregó con voz suave
− ¿Cómo era?        

−Pues era alto, diría que un poco curvado, muy delgado, con un rostro sin expresión, barba blanca, lo que me llamó la atención de él eran sus enormes bolsas debajo de los ojos, tenía un aire de extranjero con ese traje y sombrero gris como casi no se ven por estos rumbos… −se quedó pensando un rato mientras Edith lo miraba ya desesperada esperando algo más− Además llevaba una bolsita de dulces en la mano.  
−¡Y por qué no dijo nada antes cuando me vio salir desesperada a buscarlo!     −Pensé que se trataba de algún pariente lejano, hablaban con la naturalidad de los familiares, y como también tiene poco que se mudaron… Pensé que era su abuelito que quería visitarlos en la nueva dirección.
Edith ya no escuchó la última frase del tendero, sentía desvanecerse, ninguno de sus familiares cumplía con la descripción mencionada.

Tercera parte AQUÍ
    

miércoles, 9 de marzo de 2016

Otro cuento de Pepito I


Se encontraba Pepito en el patio de la vecindad. Su padre había salido a trabajar, su madre al mercado y las vecinas se encontraban limpiando sus respectivos cuartos al ritmo de cumbia y banda. Conforme avanzaba el tiempo la guerra entre altoparlantes se intensificaba, pero al final nadie ganaba. Era día de escuela, pero, como cada mes, Pepito se había enfermando de la garganta, por lo cual faltó a clases. “¡Válgame el cielo, qué niño tan enfermizo!” le había dicho una vecina mayor a su madre la noche anterior después de solicitar un poco de azúcar y echar un ojo dentro del cuarto donde él se encontraba acostado intentando no tragar saliva y odiando a la sin rostro que había pronunciado esa frase.      

            Para pasar el día, Pepito se había enfrascado en conocer el secreto de las hormigas que formaban una hilera desde el patio y seguían hasta la tienda de al lado, donde Don Reyitos, el dependiente, tomaba su habitual siesta después de haber levantado la cortina y desayunado, guardaba energías para atender a los niños de la escuela primaria que se encontraba tan sólo a una calle, aún faltaban un par de horas para que salieran revolucionando la actividad de la calle, mientras, el viejo seguía reposando. Parecía una mañana cualquiera en una vecindad de un barrio tranquilo.

            Pepito observaba con asombro cómo las hormigas llevaban en forma organizada migajas de comida, ramas e incluso otros bichos más grandes que ellas. Mientras las veía pensaba en el Dios del que le hablaban la semana pasada en las clases de catecismo. ¿Así como él estaba observando a las hormigas Dios estaría viéndolo, quizá junto a Santa Claus? Una idea ilumino su mente, ésta era una buena oportunidad para demostrar cómo él era un niño bueno y, claro, no darle excusas a ese blanco regordete, barbón y canoso, como cada año, para no recibir regalos en navidad. Ahora las hormigas serían sus protegidas. Lo primero por hacer será alimentarlas, pensó.        

            Se dirigió a la cocina, buscaba y buscaba, hasta que por fin halló el festín para sus protegidas, ¡Qué difícil es encontrar una cucaracha cuando se le necesita! Procuró no pisarla demasiado fuerte ¿a quién le gustaría comer un batidillo? Con ayuda de una hoja de papel y un palillo acercó los restos de la cucaracha a la fila de hormigas, estas tardaban en acercarse a las viandas ofrecidas por su diosito Pepito. Primero la exploradora le daba unas vueltas, luego con movimientos rápidos parecía gritarles a las otras: ¡Pueden llevársela, está limpia!
            Diez o 15 hormigas llevaban en sus espaldas los restos de la que hasta hace unos momentos gozaba de poder pasearse a la luz del día cerca de un bote de basura. El gran esfuerzo que realizaban era evidente para Pepito, así que decidió intervenir una vez más, adelantaría unos metros a la cucaracha en la dirección que seguía la hilera de hormigas –la puerta de la vecindad−. Con la ayuda del palillo le daba le daba golpes a la cucaracha adelantándola unos pasos, otro golpe y listo. Ha ayudado en lo posible a sus protegidas, no quería convertirlas en cigarras. Una vez más aparece la hormiga exploradora y da el aviso de marcha, pero parece gritarle a Pepito: “¡Mira el desastre que dejaste atrás!”, algunas hormigas rodeaban los restos de sus finadas compañeras de labor y también se las echan al hombro.      
            ¡Qué hiciste Pepito! ¡Eres un niño malo! Se había condenado al infierno −del cual aún no distinguía si se trataba de un lugar donde se castigaba a los buenos o recompensaba a los malos−, ya le había dado una excusa a Santa Claus para no volver a traerle regalos otro año más. Sentía un vacío en el estómago y cómo todo a su alrededor crecía mientras él se hacía pequeño, pero retomaba la perspectiva del mundo en cuanto veía a las hormigas llevarse a sus compañeras muertas, “Las van a enterrar, ¡no, se las van a comer! ¡Caníbales!” Pensaba “¡ustedes también deben ir al infierno!”. En un acto de furia comenzó a aplastarlas, primero con los dedos, luego las manos y terminó dando de zapatazos en el piso, ¡pecadoras!, gritaba.  
            Pepito se detuvo cuando se dispersaron las hormigas buscando refugio de sus zapatazos. Su momento de cólera había desaparecido junto con el festín que había proporcionado y 15 o 20 hormigas más. En medio metro del patio se podía apreciar los restos de una lucha con poca resistencia. Pepito se dispuso a recoger los restos de la batalla y miraba de reojo esperando que ninguna de sus vecinas estuviera al tanto de la masacre, procuraba que un ataque de tos repentino fuera lo menos estrepitoso posible. Una a una iba acomodando a las hormigas muertas en una corcholata de cerveza que encontró tirada junto a una maceta.



sábado, 27 de febrero de 2016

TODAS LAS CARTAS DE AMOR…

Todas las cartas de amor son
ridículas.
No serían cartas de amor si no fueran
ridículas.

También yo escribí en mis tiempos cartas de amor,
como las demás,
ridículas.

Las cartas de amor, si hay amor,
tienen que ser
ridículas.

Pero, al final,
sólo las criaturas que nunca escribieron
cartas de amor
son
ridículas.

Quién volviera al tiempo en que escribía
sin prestar atención
cartas de amor
ridículas.

Lo cierto es que hoy
mis recuerdos
de aquellas cartas de amor
son
ridículos.

(Todas las palabras esdrújulas,
como los sentimientos esdrújulos,
son naturalmente
ridículas).


Pessoa, Fernando, y Adolfo Serra. Un Disfraz Equivocado. Trad. Martín López-Vega. Madrid: Nórdica Libros, 2015. Ebook.

miércoles, 17 de febrero de 2016

MUJERES Y HOMBRES ENAMORADOS

Loreta estaba separada del marido, una separación traumática que la llevó a jurar que nunca más se fijaría en ningún hombre, porque todos eran unos estúpidos, traidores y egoístas. No salía de casa, a no ser para llevar a su hija a fiestas infantiles a las que acudieran pocos hombres, tipos bonachones y aburridos que bebían pacientemente sus cervezas mientras las esposas se cuidaban de los chiquillos. Pero Loreta sabía que cuando volvieran a casa con sus mujeres iban a actuar con la misma brutalidad y falta de consideración que su marido. Las esposas, para ellos, no eran más que sirvientas sin derechos laborales.
Luís frecuentaba las mismas fiestas que Loreta. Cuando murió su mujer, Luís no hizo ningún juramento, pero dejó de interesarse por las otras mujeres y se dedicó a cuidar a su hija, de ocho años, por quien hacía todos los sacrificios, entre ellos el de acudir a aquellas fiestas infantiles, todos los sábados, con la pandilla de escolares, las vecinas, las amigas de las vecinas, las amigas de las amigas del colegio. Había sábados en que la hija era convidada a más de una fiesta.
Había pasado ya un año desde que hizo su juramento cuando Loreta notó la presencia de Luís en una de aquellas celebraciones infantiles. Y, contra su voluntad, se sintió atraída por él. Pero Luís ni siquiera reparaba en la presencia de Loreta, aunque coincidieran frecuentemente. Las hijas eran de la misma edad e iban a la misma escuela.
Loreta percibía que, a pesar del cariño de Luís por su hija, no le gustaban las fiestas infantiles, cosa comprensible, pues parecían inacabables con sus seis horas de duración media, de los altavoces salía sólo música ensordecedora, los animadores eran gente incansable que inventaba juegos y soplaba silbatos estridentes, las luces muy brillantes, los chiquillos gritones, las madres vociferaban, era, pues, lógico que Luís estuviera allí sin ánimo siquiera para levantarse de la silla, donde se sentaba en cuanto llegaba para permanecer horas allí, paciente y ensimismado.
Pese a que Loreta hacía lo posible para atraer la atención de Luís —las madres participaban también en los juegos, y muchas lo hacían aún con más entusiasmo que las hijas—, él parecía ni enterarse de la existencia de ella. En una ocasión, fingiendo que danzaba y cantaba una música con un refrán que decía bum-tchi-bum-tchicum-bumbum, o cosa parecida, Loreta se dejó caer sobre Luís, que oyó las disculpas de Loreta sin mirar siquiera para ella.
La atención de Loreta por aquel hombre callado y distante aumentaba semanalmente. Buscaba la manera de sentarse a una mesa próxima a él y, al menos, en eso siempre la favorecía la suerte. Pero, pese a estar allí al lado, Luís ni reparaba en ella. Un día, Loreta derramó un vaso de Coca-Cola sobre él y empezó a limpiarlo con un pañuelo que sacó del bolso, y Luís dijo sólo, déjelo, no se preocupe, sin mirar para ella. Loreta hizo otras tentativas, tropezó con la silla en la que estaba sentado Luís, le preguntó ¿quién está cantando eso? Hace calor, ¿no?, y otras indagaciones bobas, pero él seguía ajeno, absorto en sus pensamientos, esbozando sólo una sonrisa melancólica.
Después de largo tiempo, Loreta concluyó que sus esfuerzos eran vanos; y ella, a quien tanto le gustaba bailar, acabó quedándose sentada, aburrida, comiendo compulsivamente los dulces y los salados que sirven en esas fiestecillas. Una amiga le preguntó ¿qué te pasa? No era una de las amigas íntimas de Loreta, era sólo una conocida, las hijas de ambas estudiaban en la misma escuela, pero aquella pregunta le vino como caída del cielo, Loreta necesitaba aliviar el peso de su corazón.
Estoy enamorada.
Al fin, eso está bien, dijo la amiga, que se llamaba Paula.
Pero él no muestra ningún interés por mí.
Eso es duro, querida, no hay cosa peor. Lo sé por experiencia. ¿Recuerdas aquel chico que estaba conmigo en la fiesta del sábado pasado?
Loreta no lo recordaba. No veía a ningún hombre ante ella a no ser Luís.
Se llama Fred, a él tampoco le gustan los niños, a ningún hombre le gustan, a los hombres lo único que les gusta es el fútbol y la tele, ¿te acuerdas de mi ex? Nunca fue a una fiesta de la niña, pero Fred ha venido ya algunas veces, aunque la niña no es suya. Cuando lo conocí, ni me miraba, pero yo me dije, ése es el hombre de mi vida, puede que sea más joven que yo, tendrá diez años menos, pero va a ser mío. Y lo conseguí. ¿Sabes cómo?
Si me lo cuentas…
No lo creerás…
Vamos a ver.
Una santa me ha salvado la vida. Tú creerás que es una bruja, pero es una santa. Fui a consultarla, y no utilizó ni caracolillos, ni miró una bola de cristal, ni una baraja, ni nada. Tú ya sabes que a mí me encantan esas madames que leen las rayas de la mano y hacen pronósticos, hay una en la calle de la panadería, madame Zuleyma, yo fui una vez, pero no valía la pena. Pero ésta, madre Izaltina, no se llama madame tal o cual, sólo madre Izaltina, pues ella, después de oír lo que yo tenía que decir sobre el hombre de quien estaba enamorada, me bajó el párpado de abajo de mi ojo, lo mismo que hacen los médicos para ver si una está anémica, preguntó otra vez cuál era el nombre de Fred y me pidió que le llevara un poco de cera de la oreja de él. Si conseguía eso, me dijo, el hombre quedaría aún más enamorado de mí que yo de él.
¿Cera del oído? Qué cosa más rara. ¿Cómo conseguiste la cera del oído?
Ése fue el problema. Yo quedé atontada, sin saber qué hacer. Un día lo vi en un bar tomándose una caña. Me senté a una mesa al lado, indecisa. Me sentía ridícula, pensaba que estaba gorda y que era ya vieja, y decidí pagar mi cuenta y marcharme. Al abrir el bolso vi que llevaba una caja de algodoncillos que no sé cómo estaba allí. Era una coincidencia muy extraña. Saqué un algodón, me senté a la mesa de él y le pregunté. ¿Puedo sacarle un poquito de cera del oído?
¡Qué horror! ¿Eso hiciste?
Estaba desesperada.
¿Y qué dijo él?
Me miró, sorprendido, pero luego se echó a reír, y respondió volviendo una oreja hacia mí, sírvase, me llamo Fred. Pero él tiene un dragón tatuado en un brazo y un corazón en el otro, y allí pone amor de madre, esos tipos que llevan dragones tatuados y amor de madre son imprevisibles, lo supe luego. Le saqué la cera del oído con el algodón, con mucho cuidado para no aplastarla, le di las gracias y me marché de allí a toda prisa. Le di el algodón a la santa. Ella me dijo que esperase una semana. Al cabo de una semana tropecé con Fred en la calle, fingiendo un encuentro casual. Él me agarró del brazo con fuerza y me dijo, vamos a tomar una caña. Aquel mismo día ya nos acostamos, y el amor que siente por mí es cada vez más fuerte. Alucinante.
¿Cera del oído?
¿Quieres la dirección de la santa? Es en la calle del Riachuelo, en el centro de la ciudad.
Paula le dio la dirección a Loreta, advirtiéndole que la santa hablaba de una manera rara.
El lunes siguiente, Paula fue a la dirección de la calle del Riachuelo. Nunca había estado en aquella parte de la ciudad, sólo conocía la Barra de Tijuca, donde vivía, y un poco de Leblon y de Ipanema. Aquellas calles le parecieron feas, la gente mal vestida, se sentía un poco temerosa, pero, incluso así, llena de curiosidad. Al cabo de un rato empezó a sentir cierto encanto en aquellas casas bajas y antiguas que ostentaban en las fachadas fechas y figuras en altorrelieve.
Subió las escaleras de madera donde vivía la mujer a quien Paula llamaba santa. Llamó a la puerta y fue recibida por una figura que no le pareció exactamente una mujer, que no era ni gorda ni flaca, o, mejor dicho, tenía el rostro flaco y el cuerpo voluminoso, o quizá era sólo que sus pechos eran enormes, pero los brazos eran finos, y, normalmente, quien tiene el brazo fino tiene fina la pierna. Los ojos eran profundos y estaban bordeados de ojeras coloradas, las mejillas hundidas.
¿Es usted la madre Izaltina?
Entra, misifia, dijo la mujer. Loreta ya había sido advertida por Paula de que la mujer hablaba de un modo raro.
Entró en una sala llena de muebles viejos, sillones con el tapizado andrajoso, cortinas oscuras y pesadas en los ventanales, una jaula con un pajarillo, una televisión antigua.
Siéntate, misifia, dijo madre Izaltina. Te late muy fuerte el corazón…
Loreta se sentó. Se dio cuenta de que su corazón estaba realmente desbocado.
Fue Paula quien me habló de usted.
Ummmm, rezongó la vieja, ¿y cómo es el nombre de misifia?
¿El qué?
Tu nombre, misifia.
Loreta.
Ummmmm. ¿Y el del hombre?
Luís.
Ummmmm.
La expresión de madre Izaltina puso a Loreta nerviosa. Desvió la mirada hacia la jaula del pajarillo.
No es un pájaro de verdad, misifia, pero canta. ¿Quieres oírlo?
Madre Izaltina se levantó, accionó un mecanismo que había al lado de la jaula e inmediatamente el pájaro empezó a cantar. Luego, mientras el pájaro cantaba, madre Izaltina se acercó y colocó las dos manos abiertas en la cabeza de Loreta, que, pese al miedo, permanecía inmóvil.
Déjame ver, déjame ver, dijo madre Izaltina apretando las manos y alborotando un poco el pelo de Loreta, Ummmm…
Tras rezongar un poco más, madre Izaltina pasó la mano por el rostro, por el cuello, los brazos, las piernas y el pecho de Loreta, que estaba convencida de que iba a desmayarse.
La piel, misifia, gana del cabello, la piel gana del ojo, la piel gana de los dientes, la piel gana de todo lo que brilla o de lo que no brilla, de todo lo que aparece o se oculta en el cuerpo. Hay dientes postizos, pelo postizo, ojo postizo, todo eso puede una comprarlo en una tienda, pero la piel no.
Eso lo entendía Loreta, pero poco a poco empezó madre Izaltina a decir cosas incomprensibles en una lengua estropajosa, con exceso de misifia, repetido varias veces, y Loreta tampoco sabía qué significaba aquello.
Es eso, misifia, dijo madre Izaltina dejando su plática.
Perdone, madre Izaltina, pero de todo eso no he entendido nada.
Misifia, tienes que orinar en la pierna del hombre, por encima de la rodilla.
No entiendo, dijo Loreta confusa.
Tienes que mear en la pierna del hombre, por encima de la rodilla.
Durante un largo rato, Loreta permaneció callada, sin saber qué decir, fingiendo que miraba para la jaula del pajarillo.
¿No serviría un poco de cerumen de la oreja?, preguntó al fin.
Misifia, la cera de la oreja es para otro tipo de hombre. El tuyo es diferente. Sentí cómo es el hombre cuando pasé la mano por tu cabeza y por el pecho, que son los lugares donde él se ha alojado.
¿Y ahora?
¿Qué quiere decir ahora? Ahora, misifia, te vas y tu cuerpo está envuelto en humo, lo veo, es una humareda de color rojizo, realmente. ¿Quieres un vaso de agua?
¿Cuánto le debo?, preguntó Loreta abriendo el bolso.
Ya hablaremos después, misifia, cuando la cosa esté hecha.
Loreta bajó las escaleras y fue andando por la acera como una sonámbula. Al fin, encontró un taxi.
Soy idiota, pensó, cuando vio el mar por la ventanilla del taxi.
Al llegar a casa buscó el teléfono de Paula, pero no lo había anotado. Llamó al colegio de las niñas y allí consiguió el número.
Paula, esa vieja está loca. Lo tuyo debe de haber sido una casualidad.
No está loca, no, es una santa. Conozco otros casos. ¿Conoces a Lucinha? También ella quería enloquecer a un hombre y fue a ver a la santa. Hoy, el fulano está de rodillas a los pies de Lucinha.
¡Pero Lucinha está casada!
¿Y qué tiene que ver eso? No me vas a decir que tú, cuando estabas casada, no le pusiste los cuernos, al menos una vez.
Yo, nunca.
¿Cómo es posible? Yo sí lo hice, y no sólo una vez. Mira, esa historia de Lucinha tiene que quedar entre nosotras, ¿eh? Si se entera el marido, los mata a los dos. Dicen que ya mató a uno, cuando vivían en Mato Grosso. No se lo digas a nadie, prométemelo.
¿Pero a quién podría decírselo?
Qué sé yo. ¿No te lo he dicho yo a ti?
Ya te he dicho que no te preocupes. ¿Quieres que te lo jure?
Calma. ¿Y qué fue lo que la santa te mandó hacer? ¿Cera del oído? Con Lucinha fue un moco seco, ¿qué te parece? Un poquito de moco seco de la nariz del hombre. Lo que debió pasar Lucinha para sacar un moco seco de las narices del hombre. Yo tuve suerte con que sólo fuese cera del oído.
Pese a que lo de orinar era menos ridículo y hasta menos repugnante que lo del moco seco, Loreta no tuvo valor para decirle a Paula que la santa le había dicho que tenía que mear en la rodilla de Luís para que el encantamiento resultara. Y aparte de todo, Paula era una charlatana, y seguro que luego se lo contaba a todo el mundo. Loreta estaba ya arrepentida de haber tomado a Paula por confidente.
No, ella no me mandó hacer nada. Dijo que lo va a pensar y que ya me lo dirá después.
¿Que lo va a pensar? La santa me resolvió el problema en cinco minutos. Lo tuyo debe de ser más complicado. Tú eres una mujer complicada, no sé si él también lo es, pero tú eres muy complicada.
No me cobró nada.
La santa cobra sólo cuando la cosa acaba bien, pero entonces vas a ver… No sé qué hará con el dinero, la casa se le está cayendo a pedazos.
La entrevista de Loreta y madre Izaltina tuvo lugar un lunes. El sábado siguiente habría una fiesta de cumpleaños de una chiquilla en el salón de uno de los pisos del bloque y seguro que Luís comparecía con la niña.
Dios santo, dijo Loreta en la mañana del sábado mirándose al espejo, dos noches sin dormir, mira qué horrible tienes la cara, poco me falta para ser como aquella bruja. Aquella bruja era la madre Izaltina, la santa de Paula, que le había encomendado una tarea imposible de realizar. ¿Cómo iba a poder orinarse en la pierna de Luís? Una cosa es sacarle a alguien cera del oído, y otra muy distinta es acercarse a un hombre, a cualquier hombre por mucho tatuaje que llevara, y decirle ¿me permite orinar en su rodilla?
La tarde de aquel sábado llegó desesperada Loreta a la fiesta infantil. Se había puesto todo el maquillaje posible al caer la tarde para no parecer una de las muchas cotorras que estarían allí presentes, y llevaba su vestido más provocador, uno que mostraba el contorno de sus caderas y de su trasero, que seguía siendo milagrosamente pequeño y firme. Pero Luís no la miró ni una vez. ¿Cómo iba a hacer aquella cosa horrible que madre Izaltina le había pedido? Imposible. Loreta quisiera morirse y se pasó la fiesta entera atiborrándose de pastelillos, de frutos secos y de refrescos.
Cuando murió la mujer de Luís, él dejó de interesarse por las otras mujeres hasta conocer a Loreta en una fiesta infantil. Él odiaba las fiestas infantiles, aquella música, los adornos de los salones, odiaba a los animadores, a los niños, a las madres de los niños, odiaba los pastelitos, y las almendras. Lo odiaba todo. Pero su hija organizaba una llantina, y al fin él decía, está bien, te llevaré otra vez, pero ésta es la última, no voy a aceptar más chantajes, de nada te va a servir llorar hasta derretirte.
Pero acababa cediendo, y llevaba a la hija a las fiestas, se sentaba en una mesa echando pestes y maldiciendo para su camisa, pandilla de hijos de puta, y eso abarcaba a madres, animadores, camareros, maestras y chiquillas, excluida la suya. Hasta que vio a Loreta y se enamoró de ella, algo que siempre pensó que jamás iba a ocurrir tras la muerte de su mujer.
Luís no era hombre dado a lecturas, a no ser libros de pensamientos y máximas, y muchas se las sabía de corrido por contener verdades eternas. Una de ellas era de Miguel de Cervantes, viejo escritor español: la inclinación natural de la mujer es desdeñar a quien la quiere pero amar a quien la desprecia. En consecuencia, aquella mujer no se tenía que enterar de que estaba enamorado de ella. Pero ¿cómo conquistarla? Lo cierto es que no podía correr el riesgo de que Loreta descubriera el amor que sentía porque eso lo echaría todo a perder como había advertido el maestro español desde lo alto de su sabiduría.
Después de haber encontrado a Loreta, el comportamiento de Luís cambió. Ya el jueves, y a veces incluso el miércoles, le preguntaba a la hija ¿va a haber fiesta el sábado?, ¿quieres un vestido nuevo? Cuando llegaba a la fiesta se sentaba en una mesa próxima a la de la amada, cosa fácil pues el destino parecía colocarlos siempre en mesas contiguas. Se mantenía indiferente, reservado, repitiendo mentalmente el aforismo del español, con un aire apático ensayado ante el espejo, aunque su corazón latía desenfrenado. Loreta, ése era su nombre, tampoco parecía notar la presencia de él. En una ocasión lo pisó en el pie, en otra derramó un vaso de Coca-Cola en su traje, era una mujer de aspecto soñador, había algo de sublime en ella, incluso cuando bailaba aquellas músicas de moda, tan vulgares. Pero él había notado también que, últimamente, Loreta permanecía sentada, atiborrándose de dulces y saladillas. Sentía ganas de decirle que no comiera aquellas porquerías, que tenía un cuerpo muy hermoso y que iba a engordar, a volverse culona como la mayoría de las madres que asistían a aquellas fiestecillas, y como decía Samuel Johnson, quien no presta atención a su barriga no le presta atención a nada. Es decir: hay que saber comer, que el comer no es algo que haya que hacer distraídamente como hace la gente cuando se atiborra de dulces, salados y demás porquerías. Comer tiene que ser un placer y no algo que sirva sólo para dilatar la panza y para que crezca el culo y las tetas se le arrastren, y la mujer que no entiende eso es que no entiende nada, no ve que su vida ha sido destruida. Pero eso era una cosa suya, Samuel Johnson no había llegado a tanto, pero la manera correcta de entender una máxima es desarrollarla de acuerdo con el buen sentido y la experiencia de cada uno.
En las fiestas, Luís no hablaba con nadie. Estaba siempre planeando el recurso ingenioso que iba a utilizar para conseguir un contacto prometedor con Loreta. Como decía el español aquel, amor y guerra son lo mismo, estratagemas y diplomacia se permiten tanto en uno como en el otro. ¿Pero cuál podía ser la estratagema?
Un día, un tipo melenudo pidió permiso y se sentó a la mesa de Luís.
¿No siente usted ganas de estrangular a toda esa chiquillería?, preguntó el melenudo.
Entre ellas está mi hija.
Está bien, sacamos a su hija de la lista, yo no sé quién es pero seguro que es una buena chiquita. Pero a las otras, dígame la verdad, ¿no las estrangularía a todas?
Luís entró en el juego.
¿Y no sería mejor meterlas a todas en una jaula?
Seguirían gritando igual.
Es verdad. Pero podríamos enjaularlas amordazadas, ¿qué le parece?
Eso está mejor. Me llamo Fred.
Yo, Luís. Encantado.
Siempre lo veo meditabundo, cabizbajo, sentado solo en la mesa sin mirar a las mujeres. Esto es un vivero, amigo, está lleno de mujeres esperándonos. No falla. ¿Cuál es su problema? ¿Está enamorado de una mujer que no le hace caso?
Sólo veo mujeres que no me interesan nada, dijo Luís. Aunque… —y se inclinó para susurrarle algo a Fred—, esa rubita de ahí al lado sí que me parece interesante.
Fred miró de soslayo. Sé quién es. Se llama Loreta. Compañero, esa mujer es imposible, fría, frígida como decían antiguamente. A veces hasta me parece que tira para el otro lado. Búsquese otra.
Pero yo no quiero nada con ella, dijo Luís, sólo hablé por decir algo.
En la fiesta siguiente, Luís se encontró de nuevo con Fred. Éste estaba en la misma mesa de Loreta con otra mujer. Por un momento se ausentaron las dos y Fred fue a hablar con Luís.
¿Esa mujer que te gusta viene por aquí?
No, ella, ella es de São Paulo.
Hay muchas paulistas que están muy buenas. ¿Y no te hace caso?
No me hace caso.
¿Has visto aquel pedazo de mujer que estaba en la mesa conmigo? No hablo de la rubita tortillera.
No parece tortillera.
Pues, al menos, es frígida. Pero la otra: ¿La viste? ¿La viste? Un buen bocado, amigo. El caso es que yo estaba obsesionado por ella, pero nada, para ella como si yo no existiera. Y busqué la manera de conseguirla. Cuando lo hice, y ya la primera vez que nos encontramos, fue ella quien me arrastró a la cama. Pero antes tuve que arreglármelas.
Arreglártelas ¿cómo?
Fui a una mujer, una especie de bruja que consigue que la gente se enamore. Fui a verla y le conté mi drama, no se lo conté todo, pero aquella mujer es un águila. Hice lo que me mandó. ¿Sabes qué era?
No.
La bruja dijo que yo debía hacer que la mujer aquella me sacara cera del oído. Yo le respondí: ¿Y cómo puedo lograr esa hazaña? Me parece imposible. Y la vieja me respondió, nada, usted no tiene que hacer nada. Y eso fue lo que hice, nada. No olvides que Paula no quería saber nada de mí. Un día, estaba yo tan tranquilo en el bar y llegó ella y me sacó cera del oído con un algodoncillo, y luego salió a toda prisa. Cuando nos encontramos de nuevo, fuimos directamente a la cama, Paula estaba loca de amor por mí. ¿Quieres la dirección de la bruja? Vive en la calle del Riachuelo, en el centro. Se llama madre Izaltina. Pero te lo advierto, habla de una manera rara, dice cosas que uno no entiende. Y sólo pasa factura después de hacer el milagro.
Luís fue a ver a madre Izaltina en la calle del Riachuelo. Él conocía bien el barrio porque, antes de irse a vivir a la Barra, había residido allí cerca, en el Barrio de Fátima, aunque después fue mejorando económicamente y de Fátima pasó a Tijuca, y de Tijuca a Botafogo y, al final, de Botafogo a la Barra.
Madre Izaltina abrió la puerta.
Entra, misifio, siéntate ahí.
Él se sentó, torpe, sin poder mirar a la cara a la bruja. Era una mujer flaca con la piel toda en colgajos, y sus ojillos profundos parecían los de un animal que él había visto en la tele.
¿Quién te ha hablado de mí, misifio?
Un amigo que se llama Fred.
Ummmmm. ¿Y cómo te llamas tú, misifio?
Luís.
Ummmm. ¿Y la moza?
Loreta.
Ummmmm, ummmmm, dijo madre Izaltina, mirando hacia una jaula en la que se veía un pajarillo que parecía enfermo. Estuvo callada algún tiempo.
Saca la lengua, dijo al fin madre Izaltina.
¿Qué?
Sí, la lengua. Eso que misifio tiene en la boca.
Luís sacó tímidamente la lengua.
Más, más, que así no lo veo todo, misifio.
Luís abrió la boca y exhibió la lengua cuanto pudo.
No puedo más, dijo a punto de ahogarse.
El problema es serio, misifio.
Lo sé, para ella ni existo.
Misifio, la moza va a tener que hacer algo contigo.
No comprendo.
Va a tener que hacer algo contigo.
¿Conmigo?
Tendrá que orinar en tu pierna, encima de la rodilla.
¿Qué?
Misifio ha oído perfectamente lo que he dicho.
¿Mearse en mi pierna?
Saca otra vez la lengua, misifio.
La bruja tocó con los dedos la lengua de Luís, rápidamente, primero con un dedo, luego con otro, como si estuviera tocando el piano o manchando los dedos de tinta para dejar las huellas digitales. Luís sintió ganas de vomitar.
Está muy claro, misifio, la chica tiene que orinarse en tu pierna.
¡Pero qué locura! ¿Cómo voy a conseguir eso?
Pídeselo. Vete allá y se lo pides, misifio.
Pero ella es una mujer recatada, discreta. ¿Cómo le voy a pedir una cosa así?
Lo que es, es, dijo madre Izaltina.
Luís quería salir de allí lo antes posible. Sacó el billetero del bolsillo.
Ya hablaremos luego, misifio, dijo madre Izaltina apartando el billetero con un ademán.
Ya en la calle, Luís entró en el primer bar que encontró. Tendría que ser un idiota supersticioso para creer en las patochadas de aquella vieja demente. Él tenía a orgullo ser un escéptico, y la superstición, como dijo un filósofo cuyo nombre no recordaba ahora, la superstición es la religión de los débiles mentales. Se había portado como un loco, como un imbécil, yendo a consultar con aquella loca. ¡Completamente loca y embaucadora! Cómo se le ocurría pedirle que se acercara a una mujer fina, decente, para decirle ¿quiere usted hacerme el favor de orinar en mi rodilla?
Al año siguiente, Luís llevó a la hija a otro colegio y dejó de ir a las fiestecillas infantiles. No quería arriesgarse a un encuentro con Loreta, tenía que olvidarla. Pero se pasó el resto de su vida pensando en ella, triste y melancólico.
Loreta siguió yendo a las fiestas, las madres tienen que llevar a las hijas a sitios así. No lograba olvidar a Luís, a quien seguía esperando encontrar un día. Las fiestas eran ahora más ruidosas, más llenas de cadenetas de papel, de luces, de bebidas, de animadores histéricos, de chiquillas inquietas, de hombres falsos y mujeres vulgares, pero, al menos, los dulces y las saladillas eran cada vez mejores.


-Fonseca, Rubem. Secreciones, Excreciones Y Desatinos. Barcelona: Seix Barral, 2003. Impreso.