Alguien tiraba de su brazo con una insistencia terca y
apremiante. Jack experimentó una suerte de descanso y laxitud. Venían a
prenderlo; ahí estaba ya, sin duda, el de la Military Pólice, y Jack adivinaba la cara jubilosa que tendría
el hombre por haberlo capturado, la rotunda expresión risueña que tendría.
Quiso retrasar un segundo ese letargo apacible en que de pronto se encontraba,
pero seguían tirando de su brazo de un modo tan específico, tan claro, que por
fin abrió los ojos con desesperanza y vergüenza, en espera de encontrarse ahí
con el sabueso y sus inmundos insultos en inglés.
Jack se sorprendió mucho, incrédulo, sin comprender.
No era el de la Military Pólice quien tiraba de
su brazo, sino una chiquilla, una muchachita como de doce años que, entre
sollozos, señalaba el elote sucio que Jack le habría tirado en el fango de la
calle al apoyarse contra la ventana. Diablo, estas menudas tonterías.
¿Qué querría la chiquilla? Asustado Jack se apresuró
a recoger el elote del suelo y comenzó a limpiarlo con la manga del saco.
Aquella chiquilla, Dios mío. Sin darse cuenta, la muchachita lo mezclaba de
pronto a la vida, lo ponía en contacto con todo lo que estaba en su derredor,
lo hacía un ser viviente y posible. Para aquella niña Jack era algo, un hombre o quién sabe qué, pero de todos modos un
protagonista tangible, un ser capaz de haberle tirado el elote al suelo.
Jack le tendió el elote, ya
limpio, con una sonrisa de agradecimiento. La muchachita se revolvió, furiosa,
mirándolo con odio. Jack no comprendía, simplemente no comprendía.
—¡Quiero
uno nuevo, quiero otro, ése no sirve reclamaba la niña, amenazante, como si
hubiera adivinado de pronto el total desvalimiento en que Jack se encontraba—.
Si no me compras otro —añadió la muchacha—, llamo a la policía y ya verás lo
que te hacen, porque tú eres malo.
Jack la miraba con un aire de súplica ansiosa y
desamparada. “¿También de ti debo huir? —se dijo con desaliento—. ¿También de
ti aunque seas una criatura inocente?”
La niña buscaba en su derredor, la actitud resuelta.
Sus padres o lo que fuesen debían andar vigilantes por ahí. Para fortuna de Jack
éste advirtió, a unos cuantos pasos, al vendedor de elotes que en ese momento
doblaba la esquina hacia ellos, con su aparato de metal, un recipiente sobre
ruedas a través de los intersticios de cuya tapa salía un vaporcito tenue.
Bueno, los últimos noventa centavos, pues el elote
costaba cinco, pero en “oro”, es decir, al tipo del dólar de acuerdo con las
transacciones mercantiles de Tijuana. Los últimos noventa centavos.
La niña miró astutamente a Jack mientras pagaba. En
sus ojos resplandecía una chispa triunfante y aviesa en tanto que, de soslayo,
miraba hacia el primer elote que Jack había vuelto a tirar al suelo.
—¡Toma, aquí tienes! —dijo Jack, tendiéndole el elote
recién comprado, que la chiquilla le arrebató de las manos en seguida, como
con temor de que Jack se arrepintiera.
Ya que se hubo apoderado de éste, la muchacha, con un
desdeñoso movimiento de hombros hacia Jack, se inclinó para recoger el otro
elote, sucio, que empezó a comerse desde luego, a grandes dentelladas, sin
cuidarse de limpiarlo siquiera.
Jack la veía hacer, asombrado y solitario. La muchacha
se le encaró, con rabia, interpretando aquella mirada como un reproche.
—¿Qué me miras? —dijo con una entonación despreciativa
y osada, ya no como una niña, sino en la actitud de una mujer adulta.
El vendedor contemplaba la escena con inquietud, la
expresión llena de desconfianza y sospechas. Algo debió ocurrírsele a la niña
al advertir esto, pues en su rostro se dibujó una especie de contracción
maligna y apresurada, como bajo el impulso de un repentino ardid.
—¡Déjame! —gritó de pronto hacia Jack—. ¡No quiero!
Los ojos de la chiquilla, alarmados y suplicantes,
volvíanse al vendedor en actitud de ponerlo como testigo de algo monstruoso.
Jack no acertaba a comprender, inmóvil, fascinado,
mirando a la niña como a un maravilloso, espléndido portento de maldad. Aquello
era una revelación incomparable. La chiquilla se había dado cuenta de que Jack
era un hombre con miedo, que Jack era el último de los hombres, el más inerme
e infeliz.
—¡Déjame! —volvió a gritar ella con un gesto atroz—.
¡No me vas a obligar a nada por tus malditos elotes! ¡Te los devuelvo! ¡Vete!
¡Socorro! ¡No quiero! —En el semblante extraviado de la muchacha se retrataba
algo extraordinario y único, lo más parecido a una desesperación y terror
verdaderos.
—¿Qué es lo que no quieres? —dijo Jack con un
desaliento enorme. No se había movido de su sitio y tampoco estaba seguro de
poder hacerlo, entontecido por la congoja, como bajo el peso de un cansancio
de siglos.
El vendedor, blanco como el papel, se colocó frente a
la niña, protegiéndola con su cuerpo, los ojos muy abiertos y acusadores.
—¡Hijo de la chingada, sátiro! —barbotó trémulo,
horroroso, con una desorbitada, escalofriante santidad en los ojos
enloquecidos—. ¡Lárgate antes de que llame a los gendarmes, pocamadre, vicioso
desgraciado!
Jack se alejó de ahí sin saber cómo, mientras a sus
espaldas continuaba escuchando las perversas y repugnantes maldiciones del
vendedor. “¡Sátiro, vicioso, pocamadre!”
No dejaba de ser grotesco, cómico y vil este último
insulto. “Pocamadre”, se repitió Jack. Carecía, sin embargo de fuerzas para
comprender nada.
Estaba
muy solo para comprender.
*Revueltas, José. Los motivos de Caín. México: Ediciones Era, 1979. 22-25. Impreso. Vol. 5 de Obras completas.