Loreta estaba separada del marido, una
separación traumática que la llevó a jurar que nunca más se fijaría en ningún
hombre, porque todos eran unos estúpidos, traidores y egoístas. No salía de
casa, a no ser para llevar a su hija a fiestas infantiles a las que acudieran
pocos hombres, tipos bonachones y aburridos que bebían pacientemente sus
cervezas mientras las esposas se cuidaban de los chiquillos. Pero Loreta sabía
que cuando volvieran a casa con sus mujeres iban a actuar con la misma
brutalidad y falta de consideración que su marido. Las esposas, para ellos, no
eran más que sirvientas sin derechos laborales.
Luís frecuentaba
las mismas fiestas que Loreta. Cuando murió su mujer, Luís no hizo ningún
juramento, pero dejó de interesarse por las otras mujeres y se dedicó a cuidar
a su hija, de ocho años, por quien hacía todos los sacrificios, entre ellos el
de acudir a aquellas fiestas infantiles, todos los sábados, con la pandilla de
escolares, las vecinas, las amigas de las vecinas, las amigas de las amigas del
colegio. Había sábados en que la hija era convidada a más de una fiesta.
Había pasado ya un
año desde que hizo su juramento cuando Loreta notó la presencia de Luís en una
de aquellas celebraciones infantiles. Y, contra su voluntad, se sintió atraída
por él. Pero Luís ni siquiera reparaba en la presencia de Loreta, aunque
coincidieran frecuentemente. Las hijas eran de la misma edad e iban a la misma
escuela.
Loreta percibía
que, a pesar del cariño de Luís por su hija, no le gustaban las fiestas
infantiles, cosa comprensible, pues parecían inacabables con sus seis horas de
duración media, de los altavoces salía sólo música ensordecedora, los
animadores eran gente incansable que inventaba juegos y soplaba silbatos
estridentes, las luces muy brillantes, los chiquillos gritones, las madres
vociferaban, era, pues, lógico que Luís estuviera allí sin ánimo siquiera para
levantarse de la silla, donde se sentaba en cuanto llegaba para permanecer
horas allí, paciente y ensimismado.
Pese a que Loreta
hacía lo posible para atraer la atención de Luís —las madres participaban
también en los juegos, y muchas lo hacían aún con más entusiasmo que las
hijas—, él parecía ni enterarse de la existencia de ella. En una ocasión,
fingiendo que danzaba y cantaba una música con un refrán que decía
bum-tchi-bum-tchicum-bumbum, o cosa parecida, Loreta se dejó caer sobre Luís,
que oyó las disculpas de Loreta sin mirar siquiera para ella.
La atención de
Loreta por aquel hombre callado y distante aumentaba semanalmente. Buscaba la
manera de sentarse a una mesa próxima a él y, al menos, en eso siempre la
favorecía la suerte. Pero, pese a estar allí al lado, Luís ni reparaba en ella.
Un día, Loreta derramó un vaso de Coca-Cola sobre él y empezó a limpiarlo con
un pañuelo que sacó del bolso, y Luís dijo sólo, déjelo, no se preocupe, sin
mirar para ella. Loreta hizo otras tentativas, tropezó con la silla en la que
estaba sentado Luís, le preguntó ¿quién está cantando eso? Hace calor, ¿no?, y
otras indagaciones bobas, pero él seguía ajeno, absorto en sus pensamientos,
esbozando sólo una sonrisa melancólica.
Después de largo
tiempo, Loreta concluyó que sus esfuerzos eran vanos; y ella, a quien tanto le
gustaba bailar, acabó quedándose sentada, aburrida, comiendo compulsivamente
los dulces y los salados que sirven en esas fiestecillas. Una amiga le preguntó
¿qué te pasa? No era una de las amigas íntimas de Loreta, era sólo una
conocida, las hijas de ambas estudiaban en la misma escuela, pero aquella
pregunta le vino como caída del cielo, Loreta necesitaba aliviar el peso de su
corazón.
Estoy enamorada.
Al fin, eso está
bien, dijo la amiga, que se llamaba Paula.
Pero él no muestra
ningún interés por mí.
Eso es duro,
querida, no hay cosa peor. Lo sé por experiencia. ¿Recuerdas aquel chico que
estaba conmigo en la fiesta del sábado pasado?
Loreta no lo
recordaba. No veía a ningún hombre ante ella a no ser Luís.
Se llama Fred, a
él tampoco le gustan los niños, a ningún hombre le gustan, a los hombres lo
único que les gusta es el fútbol y la tele, ¿te acuerdas de mi ex? Nunca fue a
una fiesta de la niña, pero Fred ha venido ya algunas veces, aunque la niña no
es suya. Cuando lo conocí, ni me miraba, pero yo me dije, ése es el hombre de
mi vida, puede que sea más joven que yo, tendrá diez años menos, pero va a ser
mío. Y lo conseguí. ¿Sabes cómo?
Si me lo cuentas…
No lo creerás…
Vamos a ver.
Una santa me ha
salvado la vida. Tú creerás que es una bruja, pero es una santa. Fui a
consultarla, y no utilizó ni caracolillos, ni miró una bola de cristal, ni una
baraja, ni nada. Tú ya sabes que a mí me encantan esas madames que leen las
rayas de la mano y hacen pronósticos, hay una en la calle de la panadería,
madame Zuleyma, yo fui una vez, pero no valía la pena. Pero ésta, madre
Izaltina, no se llama madame tal o cual, sólo madre Izaltina, pues ella,
después de oír lo que yo tenía que decir sobre el hombre de quien estaba
enamorada, me bajó el párpado de abajo de mi ojo, lo mismo que hacen los
médicos para ver si una está anémica, preguntó otra vez cuál era el nombre de
Fred y me pidió que le llevara un poco de cera de la oreja de él. Si conseguía
eso, me dijo, el hombre quedaría aún más enamorado de mí que yo de él.
¿Cera del oído?
Qué cosa más rara. ¿Cómo conseguiste la cera del oído?
Ése fue el
problema. Yo quedé atontada, sin saber qué hacer. Un día lo vi en un bar
tomándose una caña. Me senté a una mesa al lado, indecisa. Me sentía ridícula,
pensaba que estaba gorda y que era ya vieja, y decidí pagar mi cuenta y
marcharme. Al abrir el bolso vi que llevaba una caja de algodoncillos que no sé
cómo estaba allí. Era una coincidencia muy extraña. Saqué un algodón, me senté
a la mesa de él y le pregunté. ¿Puedo sacarle un poquito de cera del oído?
¡Qué horror! ¿Eso
hiciste?
Estaba
desesperada.
¿Y qué dijo él?
Me miró,
sorprendido, pero luego se echó a reír, y respondió volviendo una oreja hacia
mí, sírvase, me llamo Fred. Pero él tiene un dragón tatuado en un brazo y un
corazón en el otro, y allí pone amor de madre, esos tipos que llevan dragones
tatuados y amor de madre son imprevisibles, lo supe luego. Le saqué la cera del
oído con el algodón, con mucho cuidado para no aplastarla, le di las gracias y
me marché de allí a toda prisa. Le di el algodón a la santa. Ella me dijo que
esperase una semana. Al cabo de una semana tropecé con Fred en la calle,
fingiendo un encuentro casual. Él me agarró del brazo con fuerza y me dijo, vamos
a tomar una caña. Aquel mismo día ya nos acostamos, y el amor que siente por mí
es cada vez más fuerte. Alucinante.
¿Cera del oído?
¿Quieres la
dirección de la santa? Es en la calle del Riachuelo, en el centro de la ciudad.
Paula le dio la
dirección a Loreta, advirtiéndole que la santa hablaba de una manera rara.
El lunes
siguiente, Paula fue a la dirección de la calle del Riachuelo. Nunca había
estado en aquella parte de la ciudad, sólo conocía la Barra de Tijuca, donde
vivía, y un poco de Leblon y de Ipanema. Aquellas calles le parecieron feas, la
gente mal vestida, se sentía un poco temerosa, pero, incluso así, llena de
curiosidad. Al cabo de un rato empezó a sentir cierto encanto en aquellas casas
bajas y antiguas que ostentaban en las fachadas fechas y figuras en
altorrelieve.
Subió las
escaleras de madera donde vivía la mujer a quien Paula llamaba santa. Llamó a
la puerta y fue recibida por una figura que no le pareció exactamente una
mujer, que no era ni gorda ni flaca, o, mejor dicho, tenía el rostro flaco y el
cuerpo voluminoso, o quizá era sólo que sus pechos eran enormes, pero los
brazos eran finos, y, normalmente, quien tiene el brazo fino tiene fina la
pierna. Los ojos eran profundos y estaban bordeados de ojeras coloradas, las
mejillas hundidas.
¿Es usted la madre
Izaltina?
Entra, misifia,
dijo la mujer. Loreta ya había sido advertida por Paula de que la mujer hablaba
de un modo raro.
Entró en una sala
llena de muebles viejos, sillones con el tapizado andrajoso, cortinas oscuras y
pesadas en los ventanales, una jaula con un pajarillo, una televisión antigua.
Siéntate, misifia,
dijo madre Izaltina. Te late muy fuerte el corazón…
Loreta se sentó.
Se dio cuenta de que su corazón estaba realmente desbocado.
Fue Paula quien me
habló de usted.
Ummmm, rezongó la
vieja, ¿y cómo es el nombre de misifia?
¿El qué?
Tu nombre,
misifia.
Loreta.
Ummmmm. ¿Y el del
hombre?
Luís.
Ummmmm.
La expresión de
madre Izaltina puso a Loreta nerviosa. Desvió la mirada hacia la jaula del
pajarillo.
No es un pájaro de
verdad, misifia, pero canta. ¿Quieres oírlo?
Madre Izaltina se
levantó, accionó un mecanismo que había al lado de la jaula e inmediatamente el
pájaro empezó a cantar. Luego, mientras el pájaro cantaba, madre Izaltina se
acercó y colocó las dos manos abiertas en la cabeza de Loreta, que, pese al
miedo, permanecía inmóvil.
Déjame ver, déjame
ver, dijo madre Izaltina apretando las manos y alborotando un poco el pelo de
Loreta, Ummmm…
Tras rezongar un
poco más, madre Izaltina pasó la mano por el rostro, por el cuello, los brazos,
las piernas y el pecho de Loreta, que estaba convencida de que iba a
desmayarse.
La piel, misifia,
gana del cabello, la piel gana del ojo, la piel gana de los dientes, la piel
gana de todo lo que brilla o de lo que no brilla, de todo lo que aparece o se
oculta en el cuerpo. Hay dientes postizos, pelo postizo, ojo postizo, todo eso
puede una comprarlo en una tienda, pero la piel no.
Eso lo entendía
Loreta, pero poco a poco empezó madre Izaltina a decir cosas incomprensibles en
una lengua estropajosa, con exceso de misifia, repetido varias veces, y Loreta
tampoco sabía qué significaba aquello.
Es eso, misifia,
dijo madre Izaltina dejando su plática.
Perdone, madre
Izaltina, pero de todo eso no he entendido nada.
Misifia, tienes
que orinar en la pierna del hombre, por encima de la rodilla.
No entiendo, dijo
Loreta confusa.
Tienes que mear en
la pierna del hombre, por encima de la rodilla.
Durante un largo
rato, Loreta permaneció callada, sin saber qué decir, fingiendo que miraba para
la jaula del pajarillo.
¿No serviría un
poco de cerumen de la oreja?, preguntó al fin.
Misifia, la cera
de la oreja es para otro tipo de hombre. El tuyo es diferente. Sentí cómo es el
hombre cuando pasé la mano por tu cabeza y por el pecho, que son los lugares
donde él se ha alojado.
¿Y ahora?
¿Qué quiere decir
ahora? Ahora, misifia, te vas y tu cuerpo está envuelto en humo, lo veo, es una
humareda de color rojizo, realmente. ¿Quieres un vaso de agua?
¿Cuánto le debo?,
preguntó Loreta abriendo el bolso.
Ya hablaremos
después, misifia, cuando la cosa esté hecha.
Loreta bajó las
escaleras y fue andando por la acera como una sonámbula. Al fin, encontró un
taxi.
Soy idiota, pensó,
cuando vio el mar por la ventanilla del taxi.
Al llegar a casa
buscó el teléfono de Paula, pero no lo había anotado. Llamó al colegio de las
niñas y allí consiguió el número.
Paula, esa vieja
está loca. Lo tuyo debe de haber sido una casualidad.
No está loca, no,
es una santa. Conozco otros casos. ¿Conoces a Lucinha? También ella quería
enloquecer a un hombre y fue a ver a la santa. Hoy, el fulano está de rodillas
a los pies de Lucinha.
¡Pero Lucinha está
casada!
¿Y qué tiene que
ver eso? No me vas a decir que tú, cuando estabas casada, no le pusiste los
cuernos, al menos una vez.
Yo, nunca.
¿Cómo es posible?
Yo sí lo hice, y no sólo una vez. Mira, esa historia de Lucinha tiene que
quedar entre nosotras, ¿eh? Si se entera el marido, los mata a los dos. Dicen
que ya mató a uno, cuando vivían en Mato Grosso. No se lo digas a nadie,
prométemelo.
¿Pero a quién
podría decírselo?
Qué sé yo. ¿No te
lo he dicho yo a ti?
Ya te he dicho que
no te preocupes. ¿Quieres que te lo jure?
Calma. ¿Y qué fue
lo que la santa te mandó hacer? ¿Cera del oído? Con Lucinha fue un moco seco,
¿qué te parece? Un poquito de moco seco de la nariz del hombre. Lo que debió
pasar Lucinha para sacar un moco seco de las narices del hombre. Yo tuve suerte
con que sólo fuese cera del oído.
Pese a que lo de
orinar era menos ridículo y hasta menos repugnante que lo del moco seco, Loreta
no tuvo valor para decirle a Paula que la santa le había dicho que tenía que
mear en la rodilla de Luís para que el encantamiento resultara. Y aparte de
todo, Paula era una charlatana, y seguro que luego se lo contaba a todo el
mundo. Loreta estaba ya arrepentida de haber tomado a Paula por confidente.
No, ella no me
mandó hacer nada. Dijo que lo va a pensar y que ya me lo dirá después.
¿Que lo va a
pensar? La santa me resolvió el problema en cinco minutos. Lo tuyo debe de ser
más complicado. Tú eres una mujer complicada, no sé si él también lo es, pero
tú eres muy complicada.
No me cobró nada.
La santa cobra
sólo cuando la cosa acaba bien, pero entonces vas a ver… No sé qué hará con el
dinero, la casa se le está cayendo a pedazos.
La entrevista de
Loreta y madre Izaltina tuvo lugar un lunes. El sábado siguiente habría una
fiesta de cumpleaños de una chiquilla en el salón de uno de los pisos del
bloque y seguro que Luís comparecía con la niña.
Dios santo, dijo
Loreta en la mañana del sábado mirándose al espejo, dos noches sin dormir, mira
qué horrible tienes la cara, poco me falta para ser como aquella bruja. Aquella
bruja era la madre Izaltina, la santa de Paula, que le había encomendado una
tarea imposible de realizar. ¿Cómo iba a poder orinarse en la pierna de Luís?
Una cosa es sacarle a alguien cera del oído, y otra muy distinta es acercarse a
un hombre, a cualquier hombre por mucho tatuaje que llevara, y decirle ¿me
permite orinar en su rodilla?
La tarde de aquel
sábado llegó desesperada Loreta a la fiesta infantil. Se había puesto todo el
maquillaje posible al caer la tarde para no parecer una de las muchas cotorras
que estarían allí presentes, y llevaba su vestido más provocador, uno que mostraba
el contorno de sus caderas y de su trasero, que seguía siendo milagrosamente
pequeño y firme. Pero Luís no la miró ni una vez. ¿Cómo iba a hacer aquella
cosa horrible que madre Izaltina le había pedido? Imposible. Loreta quisiera
morirse y se pasó la fiesta entera atiborrándose de pastelillos, de frutos
secos y de refrescos.
Cuando murió la
mujer de Luís, él dejó de interesarse por las otras mujeres hasta conocer a
Loreta en una fiesta infantil. Él odiaba las fiestas infantiles, aquella
música, los adornos de los salones, odiaba a los animadores, a los niños, a las
madres de los niños, odiaba los pastelitos, y las almendras. Lo odiaba todo.
Pero su hija organizaba una llantina, y al fin él decía, está bien, te llevaré
otra vez, pero ésta es la última, no voy a aceptar más chantajes, de nada te va
a servir llorar hasta derretirte.
Pero acababa
cediendo, y llevaba a la hija a las fiestas, se sentaba en una mesa echando
pestes y maldiciendo para su camisa, pandilla de hijos de puta, y eso abarcaba
a madres, animadores, camareros, maestras y chiquillas, excluida la suya. Hasta
que vio a Loreta y se enamoró de ella, algo que siempre pensó que jamás iba a
ocurrir tras la muerte de su mujer.
Luís no era hombre
dado a lecturas, a no ser libros de pensamientos y máximas, y muchas se las
sabía de corrido por contener verdades eternas. Una de ellas era de Miguel de
Cervantes, viejo escritor español: la inclinación natural de la mujer es
desdeñar a quien la quiere pero amar a quien la desprecia. En consecuencia,
aquella mujer no se tenía que enterar de que estaba enamorado de ella. Pero
¿cómo conquistarla? Lo cierto es que no podía correr el riesgo de que Loreta
descubriera el amor que sentía porque eso lo echaría todo a perder como había
advertido el maestro español desde lo alto de su sabiduría.
Después de haber
encontrado a Loreta, el comportamiento de Luís cambió. Ya el jueves, y a veces
incluso el miércoles, le preguntaba a la hija ¿va a haber fiesta el sábado?,
¿quieres un vestido nuevo? Cuando llegaba a la fiesta se sentaba en una mesa
próxima a la de la amada, cosa fácil pues el destino parecía colocarlos siempre
en mesas contiguas. Se mantenía indiferente, reservado, repitiendo mentalmente
el aforismo del español, con un aire apático ensayado ante el espejo, aunque su
corazón latía desenfrenado. Loreta, ése era su nombre, tampoco parecía notar la
presencia de él. En una ocasión lo pisó en el pie, en otra derramó un vaso de
Coca-Cola en su traje, era una mujer de aspecto soñador, había algo de sublime
en ella, incluso cuando bailaba aquellas músicas de moda, tan vulgares. Pero él
había notado también que, últimamente, Loreta permanecía sentada, atiborrándose
de dulces y saladillas. Sentía ganas de decirle que no comiera aquellas
porquerías, que tenía un cuerpo muy hermoso y que iba a engordar, a volverse
culona como la mayoría de las madres que asistían a aquellas fiestecillas, y
como decía Samuel Johnson, quien no presta atención a su barriga no le presta
atención a nada. Es decir: hay que saber comer, que el comer no es algo que
haya que hacer distraídamente como hace la gente cuando se atiborra de dulces,
salados y demás porquerías. Comer tiene que ser un placer y no algo que sirva
sólo para dilatar la panza y para que crezca el culo y las tetas se le
arrastren, y la mujer que no entiende eso es que no entiende nada, no ve que su
vida ha sido destruida. Pero eso era una cosa suya, Samuel Johnson no había
llegado a tanto, pero la manera correcta de entender una máxima es
desarrollarla de acuerdo con el buen sentido y la experiencia de cada uno.
En las fiestas,
Luís no hablaba con nadie. Estaba siempre planeando el recurso ingenioso que
iba a utilizar para conseguir un contacto prometedor con Loreta. Como decía el
español aquel, amor y guerra son lo mismo, estratagemas y diplomacia se
permiten tanto en uno como en el otro. ¿Pero cuál podía ser la estratagema?
Un día, un tipo
melenudo pidió permiso y se sentó a la mesa de Luís.
¿No siente usted
ganas de estrangular a toda esa chiquillería?, preguntó el melenudo.
Entre ellas está
mi hija.
Está bien, sacamos
a su hija de la lista, yo no sé quién es pero seguro que es una buena chiquita.
Pero a las otras, dígame la verdad, ¿no las estrangularía a todas?
Luís entró en el
juego.
¿Y no sería mejor
meterlas a todas en una jaula?
Seguirían gritando
igual.
Es verdad. Pero
podríamos enjaularlas amordazadas, ¿qué le parece?
Eso está mejor. Me
llamo Fred.
Yo, Luís.
Encantado.
Siempre lo veo
meditabundo, cabizbajo, sentado solo en la mesa sin mirar a las mujeres. Esto
es un vivero, amigo, está lleno de mujeres esperándonos. No falla. ¿Cuál es su
problema? ¿Está enamorado de una mujer que no le hace caso?
Sólo veo mujeres
que no me interesan nada, dijo Luís. Aunque… —y se inclinó para susurrarle algo
a Fred—, esa rubita de ahí al lado sí que me parece interesante.
Fred miró de
soslayo. Sé quién es. Se llama Loreta. Compañero, esa mujer es imposible, fría,
frígida como decían antiguamente. A veces hasta me parece que tira para el otro
lado. Búsquese otra.
Pero yo no quiero
nada con ella, dijo Luís, sólo hablé por decir algo.
En la fiesta
siguiente, Luís se encontró de nuevo con Fred. Éste estaba en la misma mesa de
Loreta con otra mujer. Por un momento se ausentaron las dos y Fred fue a hablar
con Luís.
¿Esa mujer que te
gusta viene por aquí?
No, ella, ella es
de São Paulo.
Hay muchas
paulistas que están muy buenas. ¿Y no te hace caso?
No me hace caso.
¿Has visto aquel
pedazo de mujer que estaba en la mesa conmigo? No hablo de la rubita
tortillera.
No parece
tortillera.
Pues, al menos, es
frígida. Pero la otra: ¿La viste? ¿La viste? Un buen bocado, amigo. El caso es
que yo estaba obsesionado por ella, pero nada, para ella como si yo no
existiera. Y busqué la manera de conseguirla. Cuando lo hice, y ya la primera
vez que nos encontramos, fue ella quien me arrastró a la cama. Pero antes tuve
que arreglármelas.
Arreglártelas
¿cómo?
Fui a una mujer,
una especie de bruja que consigue que la gente se enamore. Fui a verla y le
conté mi drama, no se lo conté todo, pero aquella mujer es un águila. Hice lo
que me mandó. ¿Sabes qué era?
No.
La bruja dijo que
yo debía hacer que la mujer aquella me sacara cera del oído. Yo le respondí: ¿Y
cómo puedo lograr esa hazaña? Me parece imposible. Y la vieja me respondió,
nada, usted no tiene que hacer nada. Y eso fue lo que hice, nada. No olvides
que Paula no quería saber nada de mí. Un día, estaba yo tan tranquilo en el bar
y llegó ella y me sacó cera del oído con un algodoncillo, y luego salió a toda
prisa. Cuando nos encontramos de nuevo, fuimos directamente a la cama, Paula
estaba loca de amor por mí. ¿Quieres la dirección de la bruja? Vive en la calle
del Riachuelo, en el centro. Se llama madre Izaltina. Pero te lo advierto,
habla de una manera rara, dice cosas que uno no entiende. Y sólo pasa factura
después de hacer el milagro.
Luís fue a ver a
madre Izaltina en la calle del Riachuelo. Él conocía bien el barrio porque,
antes de irse a vivir a la Barra, había residido allí cerca, en el Barrio de
Fátima, aunque después fue mejorando económicamente y de Fátima pasó a Tijuca,
y de Tijuca a Botafogo y, al final, de Botafogo a la Barra.
Madre Izaltina
abrió la puerta.
Entra, misifio,
siéntate ahí.
Él se sentó,
torpe, sin poder mirar a la cara a la bruja. Era una mujer flaca con la piel
toda en colgajos, y sus ojillos profundos parecían los de un animal que él
había visto en la tele.
¿Quién te ha
hablado de mí, misifio?
Un amigo que se
llama Fred.
Ummmmm. ¿Y cómo te
llamas tú, misifio?
Luís.
Ummmm. ¿Y la moza?
Loreta.
Ummmmm, ummmmm,
dijo madre Izaltina, mirando hacia una jaula en la que se veía un pajarillo que
parecía enfermo. Estuvo callada algún tiempo.
Saca la lengua,
dijo al fin madre Izaltina.
¿Qué?
Sí, la lengua. Eso
que misifio tiene en la boca.
Luís sacó
tímidamente la lengua.
Más, más, que así
no lo veo todo, misifio.
Luís abrió la boca
y exhibió la lengua cuanto pudo.
No puedo más, dijo
a punto de ahogarse.
El problema es
serio, misifio.
Lo sé, para ella
ni existo.
Misifio, la moza
va a tener que hacer algo contigo.
No comprendo.
Va a tener que
hacer algo contigo.
¿Conmigo?
Tendrá que orinar
en tu pierna, encima de la rodilla.
¿Qué?
Misifio ha oído
perfectamente lo que he dicho.
¿Mearse en mi
pierna?
Saca otra vez la
lengua, misifio.
La bruja tocó con
los dedos la lengua de Luís, rápidamente, primero con un dedo, luego con otro,
como si estuviera tocando el piano o manchando los dedos de tinta para dejar
las huellas digitales. Luís sintió ganas de vomitar.
Está muy claro,
misifio, la chica tiene que orinarse en tu pierna.
¡Pero qué locura!
¿Cómo voy a conseguir eso?
Pídeselo. Vete
allá y se lo pides, misifio.
Pero ella es una
mujer recatada, discreta. ¿Cómo le voy a pedir una cosa así?
Lo que es, es,
dijo madre Izaltina.
Luís quería salir
de allí lo antes posible. Sacó el billetero del bolsillo.
Ya hablaremos
luego, misifio, dijo madre Izaltina apartando el billetero con un ademán.
Ya en la calle,
Luís entró en el primer bar que encontró. Tendría que ser un idiota
supersticioso para creer en las patochadas de aquella vieja demente. Él tenía a
orgullo ser un escéptico, y la superstición, como dijo un filósofo cuyo nombre
no recordaba ahora, la superstición es la religión de los débiles mentales. Se
había portado como un loco, como un imbécil, yendo a consultar con aquella
loca. ¡Completamente loca y embaucadora! Cómo se le ocurría pedirle que se
acercara a una mujer fina, decente, para decirle ¿quiere usted hacerme el favor
de orinar en mi rodilla?
Al año siguiente,
Luís llevó a la hija a otro colegio y dejó de ir a las fiestecillas infantiles.
No quería arriesgarse a un encuentro con Loreta, tenía que olvidarla. Pero se
pasó el resto de su vida pensando en ella, triste y melancólico.
Loreta siguió
yendo a las fiestas, las madres tienen que llevar a las hijas a sitios así. No
lograba olvidar a Luís, a quien seguía esperando encontrar un día. Las fiestas
eran ahora más ruidosas, más llenas de cadenetas de papel, de luces, de
bebidas, de animadores histéricos, de chiquillas inquietas, de hombres falsos y
mujeres vulgares, pero, al menos, los dulces y las saladillas eran cada vez
mejores.
-Fonseca, Rubem. Secreciones, Excreciones Y Desatinos. Barcelona: Seix Barral, 2003. Impreso.